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La Cuestión se origina en Barranquilla, Caribe colombiano
martes, mayo 31, 2005
 
El primer García Márquez
Un febrero indigesto
(Columna publicada en EL Heraldo de Barranquilla hace cincuenta años)

Por SEPTIMUS

Usted ha abierto la ventana, ha estirado los músculos semidormidos y se ha tragado un poco de ese día nuevo y hondo que se madura en el patio, sin saber, posiblemente, que le ha dado el primer mordisco a febrero. Tal vez usted sea una de esas personas para quienes no existe ninguna diferenciaentre el último día de un mes y el primero del siguiente.
Yo pensaba lo mismo antes de esa mañana en que desperté desapercibido, abrí la ventana, respiré a todo pulmón, y me provoqué sin saberlo la tremenda indigestión de agosto que me tuvo convaleciente de tedio y llovizna hasta mediados de septiembre. Todavía en octubre yo estaba viviendo un poco de ese agosto nublado y triste que se me había sedimentado en el hígado a causa de una imprevisión.
Desde entonces, para evitar nuevos accidentes, he resuelto morder los días conscientemente, dosificarlos, sabiendo cuál es la proporción de claridad que puede digerir el organismo. Y —como servicio especial a los lectores de esta atolondrada sección— resuelvo hoy dejar sentada esta advertencia: febrero, es el mes más indigesto del año.
Si usted no lo sabía y ha recibido la advertencia después de haberle dado a la mañana un mordisco más hondo del que puede soportar su estómago exquisito, acostumbrado a las leguminosas horas de diciembre, procure estudiar con detenimiento cada una de sus reacciones, para que se convenza por sí mismo que está empachado de claridad.
Usted es —indudablemente— un hombre serio, incapaz de escuchar una canción de “Los Panchos” cuando se encuentra en compañía de otra persona. Usted se encuentra con sus amigos y se siente en la obligación de comportarse como todo un reformador social, que aspira sincera y concienzudamente a que la humanidad retorne a los tiempos de la polka y el miriñaque y a que sean pasados por las armas los fabricantes de esos almibarados bizcochuelos de música que interpretan “Los Panchos”. Sin embargo, es posible que dentro de un momento, en el baño, usted se sorprenda cantando entre dientes precisamente uno de esos bizcochuelos que tanto le repugnan. Si es así, procure visitar un especialista porque usted ha sido la primera víctima de febrero.
No le será difícil diagnosticarse. Observe cuidadosamente sus reacciones. Al encender un cigarrillo, fíjese bien si lo enciende por el extremo de la marca de fábrica. Si usted no recuerda por qué extremo lo ha encendido en los meses anteriores, cuídese, ¡por favor! —porque la indigestión de febrero está progresando notablemente en su organismo. ¿Usted recuerda qué zapato se pone primero? Si hoy ha empezado por el izquierdo, es ése un síntoma alarmante.
Procure tener presente que febrero es un mes anómalo, cojitranco, que pasa por el año con un par de muletas para compensar el desequilibrio de sus días incompletos. Sería triste que, por pura imprevisión, usted abriera la ventana y contrajera esa triste, esa dolorosa enfermedad de febrero, cuyo síntoma principal es haber olvidado en la casa las llaves del escritorio. Regístrese el bolsillo, que si no las tiene allí, es preferible que se siente a esperar, pacientemente, sin hacer nada, a que llegue el primero de marzo con su purga de trompos y silbos.

* Tomado de el diario El Herealdo de Barranquilla.

 
Así escribía Carlos Rosales
RECORDANDO A UN GRANDE
Artículo escrito hacia finales de 1.997 o principios de 1.998.
Por Carlos Rosales (q.e.p.d)
En 1.998 se cumplen dieciocho años de un crimen que, cometido por alguien cuya triste y cobarde celebridad no logró despojarlo de su insignificancia y anonimato, segó la vida de un artista inolvidable. Es cierto que aún antes de haber nacido, o siendo apenas un niño, el viejo Emiliano – su padre -, y Poncho y Emiliano junior – sus hermanos mayores -, ya eran figuras reconocidas de la música vallenata; pero no fueron esos ilustres vínculos de parentesco, ni cualquier otro motivo ajeno a sus virtudes musicales, lo que inmortalizaron el recuerdo maravilloso de aquel muchacho que hace treinta y ocho años en Villanueva, Guajira, abandonó el vientre de la señora Carmen Díaz para asomarse al mundo, esperar el momento en que su cuerpo pudiera cargar un acordeón, y escribir – seguramente sin saberlo – una de las páginas más gloriosas en la historia de la manifestación musical más expresiva y costumbrista en Colombia.

Cuando comenzaron a divulgarse sus primeras notas – que en aquel entonces se hacían acompañar por el también malogrado Adanes Díaz (su única pareja en las tres grabaciones que realizó)-, los más exigentes seguidores del vallenato vieron en este joven a la revelación más notable de una generación de la que hacían parte otros acordeonistas rebeldes e irreverentes
[i], que a pesar de ser también muy buenos y creativos, no lograron unir dicha creatividad las notas tradicionales vallenatas de la manera en que Hector Zuleta lo hizo desde su adolescencia. Esta circunstancia, sin embargo, no fue óbice para que Héctor encontrara en su camino musical rivales mucho más poderosos y temibles: pasaban por su mejor momento, in illo tempore varios acordeonistas de la formidable generación anterior[ii], algunos de ellos considerados, por su pureza y calidad interpretativas, representantes de una escuela –iniciada por Luis Enrique Martínez- que partió en dos la historia de la ejecución del acordeón: en fin, los más grandes de aquella, y –este es un concepto muy personal- de todas las épocas. Sin embargo, a pesar de haber tenido que enfrentar semejante competencia, y no obstante haber encontrado la muerte no en la flor, sino apenas en el capullo de la juventud, Hector Zuleta logró alcanzar, para siempre, la estatura de uno de los grandes del acordeón de todos los tiempos.

Las especulaciones pueden ser consideradas por muchas personas –a veces con razón, puras fantasías; pero tal vez, de no haber ocurrido aquel asesinato demente, hoy se podría presenciar algo diferente de este basilisco multicéfalo que ahora pretende ser amo y señor de nuestra más querida tradición folclórica: animal informe cuyas manos castigan inmisericordemente la verdadera cadencia del acordeón vallenato, y cuyo estéril conjunto cerebral desecha la verdadera inspiración y la reemplaza por un absurdo, estúpido y gratuito “virtuosismo”, que en el mejor de los casos es solo barroquismo decadente; nunca creatividad. (La siguiente declaración debe ser leída teniendo en cuenta las honrosas –y muy contadas- excepciones que sin duda todavía sobreviven y a las que la misma no hace alusión) “Hector Zuleta demostró, noveles “acordeonistas” de pacotilla, que se puede ser joven, creativo y rebelde, que se puede crear un estilo propio sin abandonar el significado auténtico de nuestra música, y que no hay en absoluto necesidad de recurrir a esa suerte de artificios amanerados(para que digo amanerados si quiero decir afeminados) y ridículos de los que ustedes se sienten tan orgullosos”.

La vida disipada y disoluta del pistolero Billy de Kid terminó cuando, sin haber cumplido aún los veintidós años, fue masacrado a tiros en una cantina. Tal vez la única diferencia con Héctor Zuleta sea la de que este último no era pistolero. Porque su música igualmente descubría la ferocidad de un alma que, tal vez porque también sabía que se iría muy joven de este mundo, usaba sus manos para disparar con su arrugada arma las notas prodigiosas de un estilo magistral que aquella especie de Rimbaund vallenato logró apenas a los 21 años. La corta duración de su vida solo permitió que muy poco de su obra fuese conservado en el ahora rudimentario vinilo; pero incluso ello es suficiente para apreciar la genialidad de aquel monstruo de la naturaleza, que no necesitó imitar a nadie para liberar con su música la bravía tempestad del mar picado que tenía dentro de su alma.

Si Hector Zuleta fue la encarnación de una primera oportunidad, Dios quiera que no esté escrito, para la verdadera música vallenata y sus incondicionales seguidores, el trágico destino de las estirpes condenadas a cien años de soledad.

[i] Entre ellos Juancho Rois e Israel Romero, para solo mencionar dos
[ii] Colacho Mendoza y Emiliano Zuleta Díaz; Emilio Oviedo y Alfredo Gutiérrez, por ejemplo; ¿conocidos quizás?

 
Arthur Miller en La Habana

Cenando con Castro*

Por Arthur Miller

Como los de tantos otros, mis sentimientos hacia Cuba en las últimas décadas han sido un tanto mixtos. Aparte de por la prensa, he sabido por gente del cine que había trabajado ahí, que la sociedad de Batista era tremendamente corrupta, un campo de juego para la mafia y un burdel para los americanos y demás extranjeros. De forma que Castro, tomando el poder por asalto, parecía un viento fresco que se lleva la degradación y la sumisión al dólar yanqui. Lo que emergió una vez que el humo se hubo disipado y resultó ser algo distinto, por supuesto, y si bien me decidí por no olvidar las causas de la revolución de Castro, la represión que ejerce su gobierno de un solo hombre sigue minando mi simpatía. Al mismo tiempo, el implacable bloqueo de Estados Unidos a instancias al menos en apariencia de una derrotada clase explotadora que nunca había tenido problemas con la dictadura anterior, parecía ser algo diferente a una resistencia democrática basada en los principios.

El foco de todas estas contradicciones era el mismo Castro; este hombre en efecto, era Cuba, y sin embargo, cuando mi mujer, la fotógrafa Inge Morath (fallecida en 2002), y yo fuimos invitados en marzo de 2000 a unirnos a un pequeño grupo de «visitantes culturales» para una breve visita de la isla, aceptamos sin pensar en la posibilidad de conocer al líder en persona sino sólo en ver algo del país. Al final, resultó que al poco tiempo de nuestra llegada Castro invitó a nuestro pequeño grupo de nueve personas a cenar y al día siguiente, sin anunciarse, apareció de repente en el campo, donde estábamos almorzando, para continuar la conversación.

En marzo de 2000, la época de nuestro encuentro, el futuro de Cuba era la gran interrogante para cualquiera que pensara sobre ese país. Nuestro grupo no era una excepción. Éramos, además de mi mujer y yo, William Luers, antiguo director del Metropolitan Museum of Art de Nueva York y embajador primero en Venezuela y luego en Checoslovaquia, y su esposa, Wendy, una comprometida activista de los derechos humanos; el novelista William Styron y su mujer, Rose; el agente literario Morton Janklow y su esposa, Linda; y Patty Cisneros, filántropa organizadora de una fundación para salvar la cultura del Amazonas. Los únicos que no hablaban castellano éramos los Styron, los Janklow y yo.

Como esperábamos simplemente vagar por la ciudad y tal vez conocer a unos cuantos escritores, nos sorprendió recibir, al segundo día de nuestra estancia, una invitación de Castro para cenar con él. Más tarde se hizo evidente que Gabo (Gabriel García Márquez), defensor y amigo de Castro así como también de Bill Styron, probablemente había sido el autor de esa muestra de hospitalidad. Yo así como todos los demás, sentía gran curiosidad por conocer a Castro, al tiempo que cierta cautela.

Como había tenido alguna experiencia con la burocracia soviética en el campo de las artes, en particular durante los cuatro años que fui director del PEN internacional, supuse que tendría que estar asistiendo con la cabeza, amablemente y en silencio, ante afirmaciones manifiestamente tontas si no idiotas. Los líderes no electos y sus lacayos son extraordinariamente sensibles a la contradicción, y su compañía puede ser terriblemente aburrida. Sin embargo, Castro entonces era un mito, y la perspectiva de pasar una hora o dos con él era atractiva.

Mencioné sólo dos o tres observaciones que hice en La Habana antes de aquella cena. La ciudad en sí misma tiene la belleza de una ruina camino de convertirse en la arena, mica, grava y en los árboles de los que surgió. La pobreza de la gente es evidente, pero al mismo tiempo parece sobrevivir cierta animación. A pesar de ser tan pobres, no se siente esa desesperanza fatal que uno encuentra en las ciudades donde la pobreza y la riqueza ostentosa conviven codo con codo. Pero éstas son sólo las apariencias que, aunque cuentan, no lo son todo. Un guía que conocí por casualidad y con el que mantuve una conversación privada —en la que, debo añadir, él respondía a mis preguntas y no ofrecía información por iniciativa propia— dijo que en Cuba era simplemente imposible vivir de un solo trabajo. Educado y disciplinado, no podía evitar que su profunda frustración se desbordase mientras me explicaba que trabajaba para la agencia de turismo del gobierno, la cual cobraba grandes sumas a clientes extranjeros por sus servicios, mientras que él recibía una minucia. Si esto no era explotación, que le dijera cómo llamarlo.

Pero semejante infelicidad puede tener aún otra dimensión. Di un paseo por los alrededores del precioso y antiguo Hotel Santa Isabel, donde nos alojamos, ya pocas manzanas de allí me senté en un banco que daba al agradablemente escaso tráfico del Malecón, la ancha calle que rodea el puerto. Al poco tiempo, aparecieron dos tipos y se sentaron a mi lado. Eran exageradamente delgados, ninguno llevaba calcetines, uno usaba zapatos y el otro unas sandalias que se desintegraban, sus camisas estaban lavadas, sin planchar y con los cuellos ajados, a los dos les hacía falta un afeitado. Su postura, agachados sobre sus piernas cruzadas mientras chupaban cigarrillos, observando el fluir del tiempo mientras hablaban, me recordó a la gente de la calle de Nueva York, París o Londres.

Un taxi se detuvo en la acera frente a nosotros y de él se bajó una encantadora mujer joven. Llevaba dos bolsas de papel llenas de provisiones. Los dos hombres dejaron de hablar para contemplarla. Observé que era hermosa y que estaba vestida con gusto y, algo especialmente notorio en este lugar proletario, llevaba tacones. Un tulipán blanco se salía de una de las bolsas, la cabeza colgando del arco de su largo y esbelto tallo. La mujer hacía malabarismo con las bolsas intentando abrir su monedero, y el tulipán se mecía peligrosamente y a punto de decapitarse. Uno de los hombres se levantó y sostuvo una de las bolsas para afirmarlo, mientras el otro se le unía para sostener la otra bolsa, y yo me pregunté si acaso estaban a punto de coger las bolsas y largarse.

En lugar de ello, mientras le mujer pagaba al conductor, uno de ellos gentilmente, con infinito cuidado, sostuvo el tulipán por el tallo con el índice y el pulgar hasta que ella pudo acomodar las bolsas entre sus brazos. Ella les dio las gracias —no efusivamente pero con cierta dignidad formal— y se alejó. Ambos regresaron al banco y a su ávida discusión. No estoy muy seguro de por qué, pero este encuentro me llamó la atención. No sólo me impresionó la galantería de estos hombres venidos a menos, sino el que la mujer pareciera considerarla su derecho y no algo extraordinario. No hace falta decir que ella no les ofreció propina alguna, ni que tampoco ellos parecían esperar algo de ella, a pesar de su cierta riqueza.

Tras haber pasado años protestando por el encarcelamiento y el silenciamiento por el Gobierno de escritores y disidentes, me pregunto si a pesar de todo, incluido el fracaso económico del sistema, no habría surgido un esperanzador tipo de solidaridad humana, quizá debido a la relativa simetría de la pobreza y a la uniforme futilidad inherente a un sistema en el cual pocos pueden levantar la cabeza como no sea zarpando a orillas lejanas.

La pobreza parece próximo a lo catastrófico. En esta misma animada vía portuaria hay semáforos que, cuando se ponen rojos, son una señal para que una docena de mujeres jóvenes y niñas se aproximen, como surgidas de la nada, a los coches detenidos. No llevan ropa llamativa y su maquillaje es discreto. Pregunto a nuestro conductor qué están haciendo, y me dice que «autostop». No se volvió para encontrarse con mi mirada, sino que se mantuvo mirando al frente, obviamente sin intención de seguir con el tema. Este tipo de exhibición estuvo prohibido durante los años de la dominación soviética, probablemente porque la situación económica no era tan desesperadamente mala y quizás también por deferencia al puritanismo soviético. Ahora la presión del hambre era demasiado fuerte para reprimirlo.

Me reuní con un grupo de alumnos de la escuela de teatro después de que me llevaran a una representación nada estridente de una obra estudiantil surrealista en la cual una crucifixión sugería la simbolización de la angustia producida por el SIDA. Afuera, en el césped, me enfrenté con un centenar de ellos, jóvenes ávidos, desbordantes de esperanza y energía, que querían saberlo todo sobre «Broadway». Cuando les dije está copado casi exclusivamente por musicales y obras de puro entretenimiento, y que las pocas obras serias estaban reservadas a las estrellas, pusieron cara de tristes y no siguieron seguir escuchando las malas noticias. Nada parece, puede empañar la imagen de éxito y esperanza que transmiten la mayoría de las cosas americanas. Una cosa es segura: a la primera oportunidad habrían corrido como un solo hombre a Times Square.

Al llegar al Palacio de la Revolución para nuestra cena, a mi mujer se le requirió inmediatamente que dejara su Leica antes de encontrarse con Castro. El hombre al que se la entregó, enseguida la dejó caer desde una caja en lo alto al suelo de piedra. El Palacio de la Revolución es pre-Castro, muy moderno y agresivamente opulento, con resplandecientes paredes de piedra negra y suelos de parquet, todo ello inmaculadamente limpio. Entramos a una antesala que llevaba al comedor y, de repente, ahí estaba Castro, no en uniforme como uno lo ve siempre en las fotografías sino con un traje azul a rayas que, a juzgar por el hecho de que estaba sin planchar, no debía utilizar muy a menudo. Dejando a un lado el traje, mi primera impresión fue que de no haber sido un político revolucionario bien podría haber sido un artista de cine. Tenía esa personalidad total y absolutamente centrada en sí mismo, esa necesidad de ser amado y aclamado, y esa abrumadora sed de poder que sólo se obtiene de la aprobación total. En aquella concurrida antecámara su séquito, como el de la mayoría de los líderes den todas partes, era de una amabilidad exquisita, y se percibía de inmediato su absoluta sumisión al jefe. Al margen de sus otras cualidades, Castro (entonces tenía 74 años) es una persona estimulante y probablemente podría haber hecho carrera en el cine.

Leurs, de hecho el jefe del grupo, hizo las presentaciones es español, y Gabo añadió unas pocas palabras para que Castro pudiera identificarnos. García Márquez es bastante bajo y el resto de los hombres medianos un metro ochenta o más, de manera que miraba a Castro y al resto de nosotros como si fuera el pequeño de la clase. Su amistad con Styron y su inglés lograron que el comienzo fuera bastante fluido, y las conversaciones entre ellos, y las de Castro con Luers, su mujer Wendy, y Patty Cisneros e Inge, retumbaban como un intenso murmullo. De pronto, Castro me miró por encima de las cabezas de los otros y casi gritó, «¿Cual es la fecha de su cumpleaños?» «El 17 de octubre de 1915», repliqué pretendiendo no estar sorprendido por la pregunta.

Él apuntó su largo dedo índice hacia su sien derecha. Todos callaron. Una expresión de penetrante y sagaz indagación se posó sobre su rostro mientras mantenía su dedo presionado contra la sien. Pensé que estaba sobreactuando, pero entonces recordé ciertos cuadros del caballero de la triste figura de Cervantes, la mirada levantada hacia el cielo, la barba rala, las cejas arqueadas, la inmemorial y oscura melancolía española, y Castro comenzó a parecerme normal. Alzó el dedo para apuntar «Usted es once años, cinco meses y catorce días más viejo (que yo)». No puedo recordar las cifras exactas, pero éstas servirán).

Le felicitó una salva de risas, iluminando el aire. Había algo casi conmovedor en esta demostración infantil de su habilidad para calcular, y de nuevo se reconocía en ella su hambre de ser el centro de atención. Pensé en cómo idolatraba a Hemingway, otra estrella al que estoy seguro movía la misma necesidad. Era fácil imaginar su mutuo aprecio.

Ahora, con una mirada maliciosa en sus ojos, se volvió hacia Wendy Luers. A media tarde ella nos había sacado del minibús proporcionado por el Gobierno y metidos en taxis que nos llevaron a la casa de un disidente, Elizardo Sánchez. Ahí nos enteramos de lo que ya era bastante obvio: a pesar de haber sido arrestado en varias ocasiones por escribir y distribuir publicaciones contra el Gobierno, actualmente estaba en libertad pero no tenía ninguna influencia perceptible. A sabiendas de que su casa era espiada se sentía con libertad de decir cualquier cosa que quisiera. Ya que sus opiniones eran lo bastante conocidas. Y si alguno de nosotros por un momento imaginó que la visita era secreta, fuimos desmentidos por la simpática cámara de televisión que nos filmó en la calle al salir. ¡ Y nosotros tomando taxis en lugar de usar el minibús del Gobierno!
Ahora, dirigiéndose principalmente a Wendy Luers, Castro se inclinó hacia delante y dijo: «Parece que estuvieron perdidos un par de horas esta tarde. ¿Fueron de compras?». Un destello de feroz ironía cruzó su cara antes de unirse a nuestra risa. Y entonces, a cenar.

La tarde anterior se había organizado un encuentro, sin duda a través de la Unión de Escritores, con alrededor de cincuenta escritores cubanos. Inicialmente, los organizadores habían esperado la asistencia de una pocas docenas de persona, ya que se había preparado con poca antelación, pero tuvieron que buscar un espacio más grande cuando apareció una multitud. Nos encontramos con un auditorio más bien yermo, con un estrado para el orador y un extraño silencio para una muchedumbre tal. ¿Qué hacer con ese silencio? No pude evitar recordar los años 50, cuando la pregunta que flotaba sobre cada reunión era si estaba siendo observada o grabada por el FBI.

Era difícil saber si el público, compuesto casi solo por hombres, conocía el trabajo de Styron o el mío. En cualquier caso, tras las presentaciones, Styron describió brevemente sus novelas, y yo hice lo propio con mis obras de teatro, y les invitamos a hacer preguntas. Un hombre se levantó y preguntó: «¿Por qué están aquí?».

Puesta de manera tan cándida, la pregunta me devolvió a la Europa del Este de décadas atrás, ahí también era inconcebible que una reunión como ésta no tuviera un propósito político. Styron y yo estábamos bastante perplejos. Finalmente, dije que simplemente sentíamos curiosidad por conocer Cuba, que nos oponíamos al aislamiento del país y pensábamos que una breve visita podría enseñarnos algo. «¿Pero cuál es su mensaje?», insistió el hombre. No tenemos ninguno, tuvimos que admitir un tanto azorados. No obstante, cuando terminamos, alguno de ellos vino a darnos la mano y expresar calladamente una especie de solidaridad con nosotros, o eso supuse. Pero otros quizá sintieron cierta desconfianza y hostilidad, si no abierta al menos contenida, por no haberles traído un mensaje que pudiera ofrecer alguna esperanza para aliviar su aislamiento.

Pero volviendo a la cena con Fidel: se sirvieron unos camarones fantásticos y un cochinillo espectacular; los cubanos son famosos por su cochinillo. (Castro, sin embargo comió verduras, ya que tiene la intención de vivir para siempre). Nuestro grupo se sentó a la mesa entremezclado con cubanos, ministros del Gobierno y otros cargos, muchos de ellos mujeres. Styron se sentó al lado de Castro y su fabulosa intérprete simultánea, una mujer que llevaba en este trabajo un cuarto de siglo. Rodeando la mesa había un jardín tropical de plástico hermosamente iluminado, posiblemente para sugerir la clase de jungla de la que había brotado la revolución.

Muy pronto quedó claro que en lugar de una conversación disfrutaríamos lo que parecía un conjunto de comentarios más bien formales a las diversas ideas que emanaban de la mente del líder. La mayoría de éstas han abandonado mi memoria, pero puedo recordar a Castro adoptar repentinamente una expresión severa mientras hablaba de la torpe obstinación de los rusos, y su imitación de sus voces graves mientras se empeñaban en una propuesta absurda contra viento y marea. Lo que parecía molestarle más era su deslealtad rayana en perfidia: no habían capeado el temporal como verdaderos revolucionarios. Pero Luers, quién al día siguiente mantendría con él una conversación privada, que se prolongó durante horas, se enteró de que su principal contencioso era la negativa de los soviéticos a apoyar sus intentos de iniciar revoluciones en varios países de Latinoamérica. Los rusos no querían enfrentamientos con los Estados Unidos y por eso desde su perspectiva eran despreciables antirrevolucionarios.

Durante la cena asestó algunas puñaladas también a la CIA y sus numerosos intentos de asesinarlo, pero aquí afectó estar más divertido que enfadado, ya que estos intentos les habían salido a los americanos por la culata. Y uno no podía dejar de observar cierto aire de sólida e incluso vanidosa confianza frente a Norteamérica, casi como si Cuba fuese la gran potencia y Norteamérica algún tipo de adolescente impredecible que periódicamente le lanza piedras y rompe sus ventanas. De cualquier manera, cuentan que nunca duerme dos veces en la misma casa, y sus movimientos privados los conocen sólo unos pocos. Lo que recuerdo claramente es cómo hojeó un libro de fotografías de Inge que le habían dado esa tarde, y cómo al verlas ordenó a un lacayo que le fuera devuelta su cámara inmediatamente. Y no tuvo objeciones a que ella lo fotografiara el resto de la noche.

Nos habíamos sentado a la mesa alrededor de las 21:30. A las 22:30 comencé a marchitarme, y recordé que Castro, quien claramente estaba recuperando fuerzas con cada momento que pasaba, disfrutaba permaneciendo despierto toda la noche porque pasaba la mayor parte del día durmiendo. No era el único que estaba cada vez más cansado, los miembros de su séquito, habiendo sin duda escuchado sus historias y observaciones muchas veces antes, estaban haciendo un claro esfuerzo por mantener sus párpados abiertos. Se hicieron las 12:30, e inevitablemente dio la 1:30. Castro tal vez se recargase con la energía que le daban las píldoras de vitaminas (más tarde nos dio una bolsa de ellas a cada uno de nosotros). Noté que García Márquez estaba, lo que veía, sumido en un profundo sueño pero sentado derecho en su silla. Castro estaba en pleno vuelo, sostenido en lo alto por alguna clase de entusiasmo maníaco por la pura actuación. Tanto si se trataba de un descubrimiento científico perfectamente conocido como de un comentario inteligente de otra persona sobre cualquier cosa, hablaba de ello como si lo expusiera por primera vez. Pero lo hacía con encanto no exento de ironía y algo de ingenio. Seguía hablando, sin piedad, ansioso, obviamente, por ocupar el mayor espacio posible. ¿ Y cómo —me di cuenta—, podía ser de otra forma si había sido el Jefe de Estado durante casi medio siglo, más tiempo que cualquier otro rey o presidente en tiempos modernos, excepto quizás el emperador Francisco José de Austria? ¿Qué efecto había tenido su interminable gobierno sobre los cubanos, la mayoría de los cuales ni siquiera había nacido cuando él llegó al poder? De hecho, yo había preguntado en nuestro encuentro con los escritores cómo el país iba a pasar de Castro a otra cosa, o a quién fuera a sucederlo. La incomodidad en el público era palpable y nadie aventuró una respuesta. Mientras íbamos dejando la reunión un hombre vino hacia mi y dijo: «La única solución es biológica».

Sobre las dos de la mañana me di cuenta de que esta auténtica máquina humana de alegría exuberante bien podría esperar que nos quedáramos hasta el amanecer. Desesperado por irme a dormir, antes de que pudiera detenerme a pensarlo, levanté mi mano y le dije: «Por favor señor Presidente, perdóneme, pero recordará haber dicho cuando llegamos que yo era once años, cinco meses y catorce días más viejo que usted». Hice una pausa, atónito ante un repentino aspecto de sorpresa —las cejas levantadas— o incluso recelo ante la interrupción. «Ahora son quince días». Alzó las manos. «¡Me he sobrepasado!» Rió y se levantó, dando por terminada la cena. Cuando nuestro grupo partió, fui aplaudido en la calle por el agradecido séquito.Al día siguiente estábamos almorzando en el campo, en el porche de un Instituto de Reforestación que a lo largo de los años había plantado cientos de acres de variadas especies de árboles en las ondulantes colinas que rodean el rústico edificio de la oficina. El aire era puro y el silencio refrescante. De repente se escuchó un rugido de motores y envueltos en una nube de polvo tres grandes Mercedes, de modelo reciente, frenaron en seco. Se abrió de golpe la puerta del coche de en medio, y ahí estaba Castro, esta vez en su uniforme verde. Subió al porche en medio de los saludos de todos nosotros, agarró una silla y se acomodó en ella.

Hoy Styron parecía ser el centro de su interés y Castro le preguntó los nombres de los mejores autores norteamericanos, pero del siglo XIX, explicando con una mueca que no quería despertar nuestro instinto competitivo.

Dijo no haber estudiado literatura norteamericana, y saber muy poco sobre ella. Esta confesión parecía extraña, dada la posición de icono que Hemingway tiene en Cuba, con su casa convertida en un auténtico santuario. Mientras Styron, que no estaba preparado para esta exhibición del desconocimiento de Castro de la cultura a la que incesantemente castigaba, intentaba improvisar una breve conferencia sobre los hitos de la literatura americana, yo me pregunté si Castro estaría tan lejos de su país como lo estaba del nuestro. Uno siempre atribuye al poder sabiduría informada, pero en vista de la pobreza que le rodea, un gobernante sabio, que incluso en unas elecciones libres podría ser reelegido, después de cincuenta años de control supremo, ¿no debería reconocer que ha llegado el momento de dejar paso a un régimen con gente nueva y quizás ideas más efectivas?

Al observarle durante el almuerzo —comió dos hojas de lechuga— uno veía a un hombre solitario hambriento de contacto humano, que sólo puede volverse más y más escaso a medida que envejece. Podría muy bien seguir activoDurante otros diez años, quizás incluso más, como consta que lo hicieron sus padres, y me vi preguntándome qué puede ser lo que le impide un retiro airoso que incluso podría merecer la gratitud de sus compatriotas.

¿El encanto casi sexual del poder? Quizás. Más probablemente, dada su historia, el compromiso con la imagen poética de la revolución mundial, el levantamiento de los oprimidos del mundo con él a la cabeza. Y hablando en plata, como mero jefe de una isla se las ha ingeniado para elevarse a sí mismo a un estado trascendente en millones de mentes. Y más aún después de que todos sus adversarios han caído y las condiciones en Latinoamérica y África van de mal en peor; basta con que llegue el momento adecuado para que vuelva a surgir la oportunidad. Después de todo, puso en acción fuerzas cubanas en muchos países del mundo, a pesar de la pobreza de su país y de la obstinada resistencia de su principal patrocinador, el ahora abominado liderazgo soviético.

Habría sido esperar demasiado que después de medio siglo en el poder no se hubiera vuelto un anacronismo, un elegante reloj viejo que ya no da la hora correctamente y que da campanadas al azar en la mitad de la noche, perturbando la casa. A pesar de todos sus esfuerzos, lo único parecido a una revolución popular es la antimoderna marea islámica, que desde el punto de vista marxista flota en un sueño medieval. Con nosotros, pareció patéticamente hambriento de algún tipo de contacto humano. Brillantes como es, alegre e ingenioso como su pueblo, su interminable gobierno parece una poderosa enredadera que envuelve al país, y que defendiéndolo de los elementos a la vez detiene su crecimiento natural. Y el suyo propio también. Ideología aparte, parece que hasta hoy sostiene las ilusiones que estructuraron su éxito político, aún cuando nunca fueran verdad; por ejemplo, habla de la disolución de la URSS por Gorbachov como algo innecesario, «un error».

En resumen, no había en el sistema soviético una contradicción fatal inherente que lo derribara, al igual que en el sistema de Castro o en su visión de la realidad no hay nada que esté creando la dolorosa pobreza de la isla. El embajador de Estados Unidos convirtió la pobreza de esta isla en algo fuera de control junto con los rusos, que le abandonaron. Es Don Quijote retando a los molinos que, para colmo, ya son polvo.

La plaza delante del Hotel Santa Isabel está bordeada por quince o veinte quioscos que exhiben viejos y estropeados tratados marxista-leninistas. Todas las mañanas, dos cuidadores los ponen y todas las tardes los guardan, sin que durante el día nadie los moleste en sus anaqueles. ¿Es posible que alguien en el Gobierno —Castro quizás— imagine que alguien en su sano juicio esté tentado de comprar, ni mucho menos leer, estos artefactos de otra época? ¿Es el amor patriótico de los cubanos, conformistas o disidentes, por su país, o es el odio maniático e inamovible hacia los políticos estadounidenses, cuyo embargo es simplemente una póliza que asegura a Castro contra el cambio necesario, inyectando en el pueblo la energía del desafió justo? Porque es el embargo el que automáticamente explica todos los fracasos del régimen para proveer las necesidades de la gente. Será necesario el pathos de un nuevo Cervantes para estar a la altura de esta historia profundamente triste de sufrimiento innecesario.
(Letra Internacional)
*Tomado de la revista electrónica Carátula, ed. No. 2, oct-nov de 2004.

 
La calle de Cepeda Samudio

UNA CALLE*

Situada muy estratégicamente, esta calle –que de haber estado en Londres o Paría tuviera ya su sitio en la literatura terrorífica– se presenta a los ojos del caminante de imaginación alada como un antro pavoroso de vandalaje y prostitución. Angosta en extremo, oscura y sucia, cercada por envejecidos edificios, es el escenario propicio para una novela dostoievskiana.

Pero, como todo en Barranquilla, está ausente de leyenda y tradición. Sólo aparece, tímidamente y de tarde en tarde, en las columnas de los diarios de la ciudad consagrada a los “Casos de Policía”.

El pavimento indolente presenta su cuerpo cansado y sucio al continuo ajetreo de los carros de mula, carretas de frutas y rara vez de un automóvil; los andenes, más jóvenes que la calzada, salpicados de barro y llenos de basura, miran sin interés los pies desnudos de las bogas y las pantuflas rotas de las vivanderas que se arrastran sobre ellos.

Hacia el lado izquierdo tres librerías de viejo, que guardan entre una barbería, que si tuvo las mismas ideas las abandonó hace años, muestra sus paredes empapeladas con “dominicales” amarillentos, su espejo que dentro de un marco Luis XV se esfuerza, a pesar de lo viejo, por reflejar fielmente las caras torvas de los parroquianos y su silla de oficio que pudo ser en otro tiempo blanca. Hojalatería y puertas cerradas complementan el lado izquierdo.

La noche cae en silencio. Las librerías y los otros establecimientos cierran sus puertas. Sólo las cantinas permanecen abiertas y dentro de ellas el “tocadiscos” al mandato de los cinco centavos deja oír una escandalosa música. La mujer y el boga creen bailar. Así pasan las horas. La vida nocturna cesa cuando el policía de turno manda cerrar las cantinas; luego reina allí la calma. En los portales los vahos dormitan y uno que otro escándalo en un segundo piso interrumpe la tranquilidad de la noche.

* UNIVERSIDAD DEL NORTE: Revista Huellas Nos. 51, 52 y 53, Barranquilla, 2003. En esta se anota haberla tomado del original: Barranquilla, mayo 24 de 1944.





 
Andres Rosales escribe
UNA PERCEPCIÓN EQUIVOCADA
Costeño se le llama a todo aquel que haya nacido en uno de los 7 departamentos de la “costa” atlántica, y es, en resumen, un ser que antepone el jolgorio y la celebración a las obligaciones laborales o académicas. Son estos dos grandes equívocos nacidos en el interior del país.

En primer lugar, como es bien sabido, varios de los 7 departamentos de la “costa” no son costeros, y en segundo, como quiera que el segundo equivoco al que me referí se achaca en buena medida al temperamento alegre y despreocupado que en general caracteriza al individuo caribeño, es pertinente anotar que de los departamentos costeros solo una porción de algunos de ellos participa plenamente del talante caribe.

Lo del trueque del trabajo por la celebración, es un clásico estereotipo, vivo aún, y que, no obstante recibir de ves en cuando una bofetada bien dada, no desaparece en cierto grado por el asunto de los carnavales, que generan esa percepción de jolgorio continuo, sin embargo de que excepción hecha de uno que otro irresponsable, que en todas partes hay, el barranquillero nunca ha desatendido sus obligaciones laborales por asistir a un evento de carnaval.

Sin embargo, como barranquillero percibo algo, que aparece como muy notorio después de haber vivido fuera de la ciudad unos quince años: los Carnavales de Barranquilla son hoy casi un monopolio en materia cultural. Más o menos se desbocan no oficialmente desde principios de noviembre, antecedidos, ya para esas fechas, de un prólogo un tanto prolongado constituido por actividades preparatorias conexas. Son en total unos siete u ocho meses en total entre estas últimas y el carnaval propiamente tal.

La validez de la celebración y de los numerosos capítulos en que ella se divide durante el año no se pone en duda. Sin embargo, la tendencia al monotema sí es un inconveniente serio. Incluso, se pregunta uno a veces si este asunto no empieza a adquirir tintes patológicos. El reproche va dirigido al hecho evidente de que el carnaval todos los años acapara un poco más la mayor parte del año casi toda la tajada de la actividad cultural de envergadura en la ciudad.

Actividad cultural de envergadura es, por ejemplo, la presentación en febrero de un célebre pianista polaco interpretando a Federico Chopin. La boletería del pequeño teatro se vendió totalmente, y se da por sentado que si el escenario hubiese sido más grande habría sucedido exactamente lo mismo.

Por lo que vengo diciendo, un lleno en Barranquilla para oír música de Chopin puede parecerle a, digamos, un bogotano que no vea más allá de sus narices, que no son todos afortunadamente, parecerle, digo, un chiste de mal gusto, por el avasallador estereotipo del carnaval.

Hablando de música, el festival Barranquijazz, que no pasa ni cercano por la cabeza obtusa de los que en otras latitudes consideran al jazz como un patrimonio exclusivo de ellas, es indudablemente un evento de mucha envergadura, pero sigue siendo una voz solitaria en materia de festivales internacionales. Afortunadamente no es este uno de los damnificados cultural del carnaval, prueba de lo cual es que hoy sea impronta cultural indiscutida del mes de septiembre, época en la que muy adrede se efectúa. Sí relega el carnaval otras manifestaciones importantes a un modesto plano, cuando no impide su gestación, en el que aparecen ellas como tímidos intentos de no terminar apabullados.

Podría afirmarse esto último de Europa, sala destinada a proyectar cine seleccionado, especialmente europeo, como resulta obvio. Parece la alumna nueva y poco atractiva de la clase: pocos se ocupan de ella. Al lado de la Cinemateca del Caribe es una alternativa para el público aburrido de la mayoría de lo que se conoce como cine comercial. Una cinta como Ray desapareció de la cartelera en pocos días y tuvo precisamente la Cinemateca que reexhibirla. Otras, como Adios a Lenin o el El abrazo partido, ni siquiera fueron presentadas en la ciudad.

Tal vez por las razones hasta aquí esgrimidas fue anunciada cierta timidez y desgano una muestra de Fernando Botero en el MAMB. ¿No merece un artista de esta talla mayor bombo? ¿No merece acceder a la categoría de acontecimiento cultural una muestra de este calibre, como sucedió ya en muchas capitales del mundo?

El carnaval es evento magnífico, único e incomparable. Sin embargo, Barranquilla debería, al menos culturalmente hablando, digámoslo así, "descarnavalizarse" un poco, por su bien. Solo pensarlo, malentendiendo la propuesta, ameritaría calificarse de sacrílego, dirán algunos, de una verdadera afrenta contra esa especie de camaleón gigantesco en que se ha convertido la fiesta que muere con Joselito.

Evidentemente, el tema es extremadamente sensible.

 
La fuerza de las palabras: el relativo "cuyo"

DE MARCO FIDEL SUÁREZ: EMPLEO DEL RELATIVO “CUYO”

CONCEPTO EN EL PLEITO DEL FERROCARRIL DEL NORTE
Bogotá, junio 15 de 1925

Señor doctor Carmelo Arango M. – P.

Estimado señor y amigo:

Me ha hecho usted el honroso favor de pedirme mi concepto sobre el significado que pueda tener la palabra cuya, empleada en un lugar de la ley 30 de 1884, que expidió la asamblea del Estado Soberano de Cundinamarca para aprobar un contrato celebrado con los señores Juan María Fonnegra y Alberto Urdaneta; y yo tengo mucho gusto de expresa a usted ese concepto.

La sustancia del contrato fue pactar la construcción de un ferrocarril entre Bogotá y Zipaquirá, mediante obligaciones y derechos recíprocos, uno de los cuales, favorables a los concesionarios, fue concederles privilegios para que ninguna otra persona, dentro de cuarenta y cinco años, pudiera construir otro ferrocarril entre aquellos extremos; y concederles también el derecho de usufructuar y poseer el ferrocarril durante noventa y nueve años, contados desde la terminación de la obra.

El lugar de la ley es la modificación que aplicó ella al artículo 17 del referido contrato, el cual decía en su forma original: “Artículo 17. Caducará este privilegio en caso de que los concesionarios no llenen los compromisos contraídos en los artículos 5º y 6º del presente contrato”.

La modificación decretada por la ley 30 de 1884 fue aditiva, y dio al artículo 17 esta forma: “Artículo 17. Caducará este privilegio en caso de que los concesionarios no llenen los compromisos contraídos en los artículos 5º y 6º del presente contrato, cuya caducidad podrá declarar el poder ejecutivo del Estado”.

¿Cuál caducidad? La caducidad de que trata el artículo modificado, la caducidad del privilegio. ¿Qué sentido tiene, pues, allí la palabra cuya? En sentido meramente relativo, equivale a "la cual caducidad" o "caducidad que", sentido que recibe frecuentemente esa palabra, sea cual fuere la calificación literaria que, en ese sentido, le dé la crítica gramatical, la cual es algo vacilante a este respecto, como lo veremos en unas noticias que agrego después de esta carta, a fin de no oscurecerla por ahora con argumentos heterogéneos.

En suma, la asamblea pudo emplear la voz cuya en el significado meramente relativo, que pertenece no sólo al lenguaje curial o notarial, sino también al lenguaje literario, en prosa y hasta en verso, y no ahora nada más, sino hace siglos, en la pluma de muchos escritores y hasta en el lenguaje de la Real Academia Española, según veremos en las notas anunciadas.

El significado en que la asamblea de Cundinamarca tomó el vocablo en cuestión resulta, pues, claro, obvio, y evidente al confrontar la modificación con el artículo original y al tener presente lo general de la práctica gramatical. La modificación equivale, pues, a esta expresión: “Artículo 17. Caducará pues este privilegio en caso de que los concesionarios no llenen los compromisos contraídos en los artículos 5º y 6º del presente contrato, caducidad que o la cual caducidad podrá declarar el poder ejecutivo del Estado”.

Ahora: suponiendo que el vocablo no tuviera allí el simple significado relativo, equivale a “caducidad que” o “la cual caducidad”, examinemos su valor relativo y posesivo, por improbable que sea.

¿A qué palabra se referiría entonces el término cuya, empleado en el artículo 17 del contrato modificado? ¿Se referirá al “contrato”, que es el antecedente más cercano, o podría mirar al “privilegio”, que es el antecedente más distante? ¿Querría decir “la caducidad del cual contrato”, o significaría la “caducidad del cual privilegio”? La lengua ofrece frecuentes ejemplos de que el relativo posesivo se relaciona con un antecedente apartado, preferible al más próximo cuando así lo piden la lógica y el contexto. Esto sería lo realizable en el presente caso, porque tratándose de una modificación del artículo primitivo, lo natural es que la caducidad, para cuya declaración se faculta al poder ejecutivo del Estado, sea aquella de que trata el artículo modificado, y no la del “contrato”, idea que no se viene contemplando y que resultaría fuera de lugar.

Sea, pues, que la palabra cuya se use como mero relativo, según parece caerse de su propio peso, sea como relativo posesivo, equivalente a "del cual", me parece claro, obvio y evidente que esa palabra se refiere a privilegio y no a contrato; o por lo menos, que su significación no ofrece fundamento para basar sobre ella una facultad capaz de crear, alterar o anular derecho o bien alguno, sea grande, sea pequeño. El título de un derecho no puede ser lo dudoso, ni lo problemático, ni lo ambiguo, ni mucho menos lo improbable y casi evidentemente imaginario.

Pero como en los casos de interpretación gramatical, las palabras no deben analizarse con anatomía muerta, sino que necesitan contemplarse a la luz de los hechos y de las ideas, permítame usted decirle que en el contrato aprobado con modificaciones por la ley 30 de la asamblea del Estado soberano de Cundinamarca en 1884 (lo mismo que en otros actos de esta especie, en que la importancia del asunto no puede ser atendida con toda reflexión y trabajo necesarios), las expresiones dejan mucho qué desear en punto de claridad y precisión. Esto es lo que sucede con los términos privilegio, concesión y contrato, empleados en el convenio que aprobó la asamblea de Cundinamarca, los cuales al principio producen alguna confusión e impiden que no se dé rápida cuenta del asunto; pero después, leyendo despacio los documentos y cotejando las estipulaciones, sí es posible señalar, respecto del contrato y de la ley de 1884, los hechos siguientes:

El contrato celebrado por Cundinamarca con los señores Fonnegra y Urdaneta les confirió un privilegio, y les confirió una concesión de usufructo y señorío temporal, aunque mejor hubiera estado decir que el contrato era concesión de un privilegio, y concesión de un usufructo y de un dominio temporal. Esta indeterminación ha hecho que el privilegio se contemple aparte, que la concesión se refiera sólo al disfrute y propiedad limitada, y que la simple voz contrato se confunda con la concesión en el sentido de los noventa y nueve años.

Pero a pesar de esta indeterminación, es indudable que los señores Fonnegra y Urdaneta y sus sucesores han tenido un privilegio, el cual consiste en que durante cuarenta y cinco años, Cundinamarca o la autoridad que represente a Cundinamarca, no puede ni ha podido permitir que se construya un ferrocarril entre Bogotá y Zipaquirá. De manera que ese permiso no se podría otorgar antes de vencerse los cuarenta y cinco años; y sólo pudo o ha podido otorgarse si se ha comprobado o se comprueba que los concesionarios no han cumplido las condiciones del privilegio.

Sin embargo, aun suponiendo que éste se acabe, o por expiración de su plazo o por la falta de cumplimiento, la compañía ha podido seguir disfrutando del ferrocarril, sobre el cual tiene dominio limitado hasta el término del segundo plazo, que es noventa y nueve años.

Pero es absurdo ( se dice ), porque es absurdo que sobreviniendo la caducidad o anulación del privilegio, persista y continúe la concesión del usufructo y de la posesión temporal. – No me parece absurdo (podría responder alguno respetuosamente), porque una vez que el gobierno pueda anular el privilegio, concediendo un nuevo permiso para construír otro ferrocarril entre los extremos del ferrocarril contratado en 1884, entonces éste, que existe actualmente, correría todos los azares de la competencia y no percibiría las ganancias correspondientes al trabajo y a las erogaciones que ha necesitado y puede necesitar la obra.

La falta de un distinción bien clara entre concesión del privilegio y concesión del usufructo y del dominio temporal, entre privilegio, concesión y contrato, explica también por qué algunos representantes del ferrocarril o del gobierno han exhibido imprecisión algunas veces al calificar la caducidad del privilegio, o la caducidad del contrato, entendiendo por éste la concesión de los noventa y nueve años. La imprecisión puede haberse derivado también de que al tratarse de reemplazar un contrato con otro contrato, un instrumento con otro instrumento, la atención se ha fijado en la persistencia de la situación, esto es, en la continuación de los derechos y obligaciones anteriores, sin sentirse impelida a hacer distingos ni evitar antecedentes.

Pero tratándose ahora de una interpretación gramatical, que aunque frívola y liviana en sí misma, asume importancia por servir de fundamento a una resolución administrativa de extraordinaria entidad, pues derriba y barre, en forma irreparable e instantánea, cuantiosos intereses vinculados al derecho privado y derecho público, así como a cierta mancomunidad de progreso industrial, tratándose eso, se explica la curiosidad y atención que ha despertado la última resolución ejecutiva aplicada a este negocio y a concluirlo mediante, entre otras consideraciones, la interpretación gramatical del artículo 17 del contrato modificado por la ley de la asamblea.

En el caso, unos pensarán en pro, otros en contra, como sucede siempre, aunque nadie pondrá en duda el vuelo jurídico de lo resuelto, ni los quilates de sus motivos y fines. En éstos se mezcla naturalmente con la invocación de la justicia el ansia de acrecentar la fortuna pública con un importante número nuevo en el cuadro de las vías férreas de la nación. Lo que es luces, lo que es espíritu público, ¿quién podrá discutirlo a las autoridades y a sus resoluciones? Pero sí se nota en algunas personas discretas cierta opinión a favor de métodos más reposados y concluyentes, cuales serían el compromiso o una decisión judicial definitiva, más bien que procedimientos que pueden poner al gobierno ejecutivo, al solo aislado, no diremos delante de peligros, pero sí de dificultades o complicaciones.

¡Qué tal será la importancia de este negocio, cuando yo sin más puente que el antiguo estudio que tengo hecho y sigo haciendo del asendereado pronombre posesivo, me atrevo a recordar doctrinas que, al rastrear los usos de la palabra cuyo, he leído en algunos autores antiguos acerca de razón de Estado y modos de gobierno, como decía Crvantes!

Uno de esos autores, que lo fue de una acabada refutación del tratado de El Príncipe de Nicolás Maquivelo, expone muy nobles enseñanzas sobre la justicia aplicada a las relaciones entre los particulares y el fisco. El expositor, que a la vez fue hombre de teología y de jurisprudencia, presenta unidos el derecho romano y la doctrina cristiana para deducir que en la duda el juez debe sentenciar a favor del ciudadano cuando hay pleito entre éste y la hacienda pública. Asociando las enseñanzas de Modestino, los edictos de Trajano, las decretales pontificias y los pensamientos de eximios doctores, el gran Pedro de Rivadeneira labró su tratado que pudiera llamarse De ustitia et jure, poniendo alto el derecho de la república, pero altísimo el del pueblo y el del hombre. Allí parece decir a los gobernantes: Erudimi qui judicatis terran, ¡ Aprended, y dejad que juzguen los jueces!

Estas cosas de gramática, mi amigo y señor, y especialmente estas especies relativas a la palabra que me ocasionó hace más de cuarenta años persecuciones de los señores políticos, tan afrentosas y ciegas como los cargos que me hacían de asesino por mayor y de secuaz del secretario de los Diez*, estas cosas tienen para mí cierto sino de cierta estrella. Por lo cual recuerdo lo que el gran don Rufino me decía, siendo yo su escribiente hace cuarenta y cuatro años: “El trabajo no se pierde; hoy se siembra y al cabo se cosecha”.

Su amigo y obligado servidor,

Marco Fidel Suárez

* (Alusión al artículo publicado por don Teodoro Valenzuela, en El Rrepublicano del 1º de mayo de 1896, titulado Maquiavelo y su escuela, contra el señor Suárez. Maquiavelo fue nombrado secretario florentino de los Diez). N. Del E.

(Tomado de Marco Fidel Suárez, Obras, Tomo I, Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1958).

 
Los trapos sucios de Sergio Cabrera
El método Cabrera

Por Juan Carlos Gonzales

Algo me hace sospechar que las virtudes que tiene Perder es cuestión de método (2005) provienen de la fuente literaria que le da origen. No he leído el texto homónimo de Santiago Gamboa, pero la atmósfera de novela negra del filme revela su origen en la pluma de este escritor, pues nada en la filmografía previa del director Sergio Cabrera nos hace pensar que él sea el creador de estos ámbitos sórdidos y estas temáticas corruptas que la película recrea con algo de acierto. Lo de Cabrera siempre ha sido una mezcla de cine social, costumbrista y político que logró alcanzar momentos interesantes en Técnicas de duelo y quizá en La estrategia del caracol (una película que al pasar los años ya no resiste una segunda mirada), pero que por lo común ha generado más decepciones y bochornos antes que triunfos. Su "buen nombre" dentro del panorama fílmico nacional es un misterio que en nada se compadece con su trayectoria y que habla cantidades de la miopía y de la falta de criterio de aquellos que invierten en el cine, que ponen por lo general el escaso dinero existente para apoyar al cine patrio en las manos equivocadas. Cabrera y sus productores, antes que en cine, parecen expertos en hacer lobby y en convencer a los inversionistas incautos que, después de involucrados, pretenden recuperar su dinero embarcándose en unas campañas de promoción del filme que aspiran a que pensemos que estamos frente a la más grande obra del cine colombiano. Por fortuna el público no es tonto y empieza a sospechar pronto de tan sospechosas bondades.

Con esta película ocurrió lo mismo: nada hay en el filme que explique el despliegue mediático que se le ha dado. Es valido que los empresarios involucrados deseen recuperar su inversión, pero no que pretendan engañarnos. Esta película, si bien representa un avance dentro del cine de Sergio Cabrera (no es sino recordar el fiasco que fue Ilona llega con la lluvia para entenderlo), no es la cinta que la publicidad quiere que creamos. Como mencionaba al principio, lo mejor del filme es la atmósfera que heredó del libro y que el guión supo conservar, pero lo peor es la dramaturgia, responsabilidad exclusiva del director, un hombre que cree que caricaturizando a sus personajes va a lograr la simpatía y la complicidad del espectador, cuando lo único que logra es despertar extrañeza y distancia. La sobreactuación es factor común aquí, consiguiendo que los personajes parezcan parte del reparto de una opereta y no de una película que sea reflejo de algo que aspire a ser real. Y si fallan los personajes, fallan las relaciones entre ellos y por ende la estructura dramática del filme se va a pique. Si añadimos a esto la inclusión gratuita de un personaje como el que interpreta Martina García -puesto a propósito para despertar el morbo del público- entenderemos que al director Cabrera le faltó honestidad en su propuesta y que quiso utilizar el reparto -poblado de actores y actrices de la televisión- para atraer incautos.
El método Cabrera ha mostrado ser efectivo para seguir haciendo cine, no para convencernos que él tenga los méritos suficientes para ser considerado un buen director.
Tomado del portal de cine colombiano ochoymedio

 
Los cuadernos de Juan Mostaza
Historia histórica
Clemencia casó con Estebán a escondidas de su padre, que, negado a acceder al compromiso, deshereda a su hija para posteriormente arrepentirse. Los nuevos esposos, aristócratas ambos, procrean tres hijos, Ignacio, Antonio y Manuel. Clemencia fallece poco después de dar a luz a Manuel, y Esteban, vuelto a casar, también fallece. Ante la orfandad de los tres párvulos, sus tíos Jorge, Juan y Nicolás se niegan a socorrerlos. Los tres niños vagan por la ciudad y, abandonados, duermen incluso en atrios y pórticos . El Tribunal, asesorado por Camilo, decide designar como tutor, luego de muchas dilaciones, a Juan Nepomuceno.

Antonio resulta ser el que de los tres huérfanos sale peor librado de la indiferencia familiar y se convierte en un rebelde que reniega de su procedencia aristocrática. Aunque parece hacer las paces con sus pares de casta al contraer matrimonio con la sobrina de Joaquín, luego de un importante acontecimiento ocurrido cierto día de julio retoma su actitud de rebeldía inicial.

Pasado el citado acontecimiento la ciudad se enfrasca en una lucha por el poder entre el pueblo y la aristocracia.

Aunque Jorge, miembro de la aristocracia, es designado presidente del país, Antonio, a pesar de ser su sobrino, decide hacerle oposición a tal grado que participa activamente en su derrocamiento y patrocina que el sucesor de su pariente, Antonio N, cabecilla de la causa popular, del que se gana la confianza, asuma facultades dictatoriales.

Desde V una fuerza disidente, compuesta enteramente por la aristocracia, intenta derrocar a Antonio N, personero del pueblo en el poder. Este y sus tropas, en las que Antonio participa como capitán se dirigen a T, desde donde conspiran los cabecillas de la disidencia, a conjurar la crítica situación. Las tropas de la disidencia salen al encuentro. Se encaraman en el Alto, para mayor dominio de la situación. Las fuerzas comandadas por Antonio N deciden atacar y precisamente a Antonio se le encomienda comandar la tropa que debe ascender hacia el Alto. Era un momento decisivo. Por lo demás, Antonio se halla en terrible dilema: de las fuerzas disidentes hacen parte Joaquín, su hermano, bajo el mando de Antonio Bar, jefe del ejercito enviado por el congreso que presidía Camilo, tío político de Antonio por ser esposo de Francisca.

Antonio condce a los soldados un tanto temerariamente a terreno enemigo, al que saluda con el sable al que llevaba atado un pañuelo blanco. Sin más allá ni más acá, ordena a los soldados preparar sus armas y tras la primera descarga desaparece.

Los soldados, ahora sin jefe deciden huir a donde mejor pueden, conducta que contagia a los demás regimientos apostados en la parte baja. Todos se dispersn desordenadamente y abandonan sus armas. En tales momentos, el aguerrido Antonio N, bandera en mano conmina a sus hombres a seguirlo y se arroaó en dirección a la acción. Viéndose solo no tiene más remedio que aceptar la derrota.

De vuelta a la ciudad, Antonio N ordena la investigación de rigor por los hechos. El expediente del caso es entregado directamente a Antonio N con la recomendación de que había mérito frente al acusado Antonio. Antonio N decide archivar el caso.

Antonio, ahora caído en desgracia atormentado por el remordimiento de conciencia se retira a su hacienda en A. La vida, sin embargo, le ofrece una oportunidad de reivindicarse y años después, al mando de Simón, en batalla conocida como segunda de San M, se le confía lo que en la jerga militar se conoce como parque. En medio de la batalla, el enemigo se dirige al polvorín. Antonio, viéndose perdido, despacha a sus hombres. Espera solitario al bando enemigo y consciente de que no puede salvar la munición, como medida desesperada para evitar que el enemigo tome la provisión decide volar con ella asiéndola estallar, acto que debilita ostensiblemente al enemigo. Muere como un héroe.

La historia no es mala. Es una gran historia, diría yo. Por añadidura, no es una historia cualquiera: en el reparto figuran nada más ni nada menos que Antonio Nariño, Camilo Torres, Jorge Tadeo Lozano, el Marqués de San Jorge, Antonio Ricaurte Lozano, Simón Bolivar, Antonio Baraya y José Tomás Boves, entre otros.

Con el rigor y sinceridad que lo caracterizan, Indalecio Liévano relata estos hechos más detalladamente en una de sus obras.

Me tomo el atrevimiento de preguntarles a algunos de nuestros directores, esos que dicen que “aman contar historias”, ¿por qué no adaptan una como la que se ha referido aquí y matan, no dos, sino tres pájaros de un tiro, es decir, sacian su gusto por contar historias, ganan dinero y difunden la Historia del país? Y formulo otra más: ¿por qué en lugar de andar adaptando novelas con títulos rebuscados y tontos para volverlas películas con argumentos más rebuscados que el título y para darle empleo a la misma burocracia actoral de siempre, esa que ya no tiene trabajo en televisión, no hacen un actos de justicia con el país y algunos de sus protagonistas, cuentan historias avaladas por la misma realidad y a la vez fortalecen eso que, no obstante lo importante que resulta, se ha denominado tontamente como sentido de pertenencia? ¿Por qué?, señores “tarantinos” criollos.

Es preocupante verdaderamente ver cómo hoy en día el patriotismo ha venido afincándose en ciertas conductas eminentemente adjetivas. No es patriota el que se niega rotundamente a asistir a ver un equipo de fútbol compuesto por un puñado de jóvenes que resueltos a terminar con el hambre que gobierna sus noches no tienen más alternativa que servir de instrumento a una pandilla de alcohólicos corruptos que manejan el negocio del fútbol a su antojo y se enbolsillan anualmente millonadas a costa de del honor del país. No es patriota el que no luce la camisa del seleccionado el día que este juega, a pesar de que todos los pronósticos, que terminarán por confirmarse plenamente, digan que perderá.

Unas supuesta prueba irrefutable de patriotismo es rodear la muñeca, de la mano, de una manilla tricolor, me gustaría decir cabuya, que además de resueltamente horrible y antihigiénica confiere aspecto de mendigo al ejecutivo más impecable.

Si el patriotismo exacerbado, hoy casi una dictadura, tuviese como ingrediente adicional algo del conocimiento del pasado, yo estoy seguro de que, por ejemplo, la mafia de alcohólicos federados ya hubiera sido sacada a empellones de sus oficinas etílicas, y las manillas coloridas serían si acaso de uso exclusivo de los niños, y todavía más, de las niñas quizá para enseñarles el color de la bandera.

El desconocimiento del pasado es inconveniente para el país. Sin embargo, el utilitarismo esnobista de la nacionalidad, parece peor.

Señores directores criollos, tan adeptos a títulos y guiones esnobistas, ahora con recursos que siempre anhelaron, decídanse por favor a revivir nuestra historia.

lunes, mayo 30, 2005
 
La opinión de Gossen
"PROFESORES"
Por Juan Gossen Funes
Es más que comprensible el enfado de muchos contra esos periodistas deportivos propaladores de verdades a medias que, como ya se sabe, es la peor forma de mentir. Es que ellos se las traen, como diría alguien. Sin embargo, si escarbamos un poco en ese cascarón pomposo en que suelen envolverse, descubriremos que, más que antibarranquillerismo estos “plumíferos” y “microfoneros” de radio o TV lo que verdaderamente exhiben es una lastimosa ignorancia, que tratan de esconder tras un manto de suficiencia huera, que por lo afectada solo mueve a la risa.
En algunos es posible que su léxico no sea mayor de treinta o cuarenta vocablos entre los cuales la palabra “mundo”, que les produce una atracción irresistible, es repetida hasta la cacofonía. Son maestros además, en la exageración idiota, se solazan fabricando “ídolos” y “figuras” donde solo su tropical imaginación percibe. Otros adoptan el talante de una estudiada pedantería que, por la solemnidad bufa que le imprimen, termina por ser patética (es que hasta para parecer pedante se requiere algo de clase); quizá imaginan que la pose pedante les da licencia para pontificar, como suelen, sobre las más ridículas trivialidades; son los mismos que también se hacen llamar “profesores” así su máximo logro intelectual se haya reducido a “inventar” nuevos verbos; es así como uno oye a estos “profesores” hablando de “recepcionar”, “posicionar” y otras linduras gramaticales que para ellos deben simbolizar el “sumun” de la originalidad. No hay duda, estos “profesores”son los “creativos” del idioma. (Que no se olvide que todo colombiano tiene la obligación de ser “creativo”).

Otros más mezclan en sus peroratas algunos giros rioplatenses en la esperanza de que ello sea antídoto contra la mediocridad, y el resultado es conmovedor. La gritería, el alarido, es otra de sus improntas. He escuchado las mas sonoras estupideces dichas con una altisonante suficiencia. Pero la última moda es hablar semisonreidos, (me refiero, obviamente, a los inefables de la TV., mas no sé si en la radio también se estile). Esta innovación aún es un misterio para mí. ¿De donde la copiarían?¿O será que disimulan y tratan de mostrar una sonrisa inteligente?

Y todo lo anterior sucede en medio del más desesperante y bobalicón sonsonete oral dizque debido a que el periodismo hablado colombiano se ufana de “usar un acento neutro”. ¿Qué será eso? Pero ¿para qué continuar? Solo que después de estas deshilvanadas glosas no puedo evitar que venga a mi memoria una definición de periodista deportivo que alguna vez leí: “Alguien que no tiene nada en la cabeza y es capaz de expresarlo”. Naturalmente, tanto para la punzante definición como para las otras apostillas, existen honrosas excepciones, las cuales, usando un lugar común, definiría como un remanso de ponderación en medio de la algarabía “profesoral”.

Finalmente es importante que con la solvencia periodística que le da la trayectoria a los pocos buenos pongan estos su lanza en ristre para evitar que los “microfóneros” embadurnen con su jerga relamida y babosa la brillante actuación de Rentería en el béisbol de las grandes ligas. Comenzaron ya con la acostumbrada y estereotipada tontería que utilizan en el fútbol: “Los Cardenales del colombiano Rentería
.”. Siguieron con ¡“Rentería, “ídolo” de la Liga Nacional!”, típica babosada, y continuarán con una entrevista a la bisabuela del manager de los Medias Rojas de Boston a quién forzaran a confesar que el colombiano Rentería es el mejor paracortos de todos los tiempos o del mundo que, como vimos, es una de las palabritas que más los trastorna. Después sabrá Dios que otra “genialidad” se les ocurrirá. Que alguno les aconséje reservar toda esa “talentosa creatividad” para ensalzar a otros y dejen tranquilo a Rentería, que no necesita de su cursilería “periodística” para ser “figura”.


 
La Cuestión

Primer "blog" de opinión de Barranquilla


Hemos decidido darle vida a La Cuestión, desde el Caribe colombiano, sin mas pretensiones que las de opinar y echar a circular textos escogidos de autores, seducidos por la posibilidad de que el pensamiento pueda hoy recorrer el mundo, hasta el último de sus rincones, libremente a través de un medio tan expedito como la Internet. Además del gusto de hacerlo, pretendemos de esta forma prestar buenos oficios al castellano, amenazado hoy por fuerzas oscuras de variada estirpe, como el "español neutro", una de las más peligrosas. La idea no viene siendo agregar unos capítulos más al robusto libro de tonterías que circulan por la red. En consonancia con semejante compromiso, trataremos de ser sinceramente rigurosos y claros. Además, esmeradamente selectivos.
La Cuestión no albergará textos de corte chauvinista. Por lo tanto, como respuesta a la extendida práctica de un mal entendido amor por la tierra, el que lo embarga de zalamaría incondicional, el país no habrá de ser per se ensalsado. La advertencia viene a que será Colombia tema recurrente, pero abordado bajo una perspectiva crítica, de manera que cuando resulte preciso exaltarla se haga con objetividad. En consecuencia, no habrá de sorprenderse y escandalizarse el lector, si una que otra vez lo relativo a este terruño, al colombiano, no sale precisamente bien librado bajo la lupa de esta publicación.
Convencidos absolutos del poder de la palabra, para elaborar el contenido de la página nos valdremos casi exclusivamente de lenguaje escrito.

Los preámbulos dilatados aburren. Pasamos a contar algo sobre nuestro número inaugural.

En este primer número, de Carlos Rosales, que ya no está entre nosotros, ve la luz una exquisita nota sobre el malogrado miembro de la dinastía musical vallenata "los Zuleta", el acordeonero Hector Zuleta. El texto, amén de su justo sabor vindicatorio, cobra vigencia ahora que el mal gusto y la terminología de grueso calibre se apoderan de gran parte del panorama musical del país.
Reproducimos, de la publicación electrónica Carátula, dirigida por el centroamericano Sergio Ramírez, las impresiones de Arthur Miller, magistralmente hilvanadas en un texto que captura al lector de inmediato, sobre una visita del dramaturgo a La Habana, donde como “visitante cultural” fue invitado a cenar por Fidel Castro.
Juan Mostaza recuerda un capítulo de nuestra Historia.
En 1945, con 19 años el barranquillero Álvaro Cepeda Samudio escribió para Ensayos, aventura periodística juvenil que dirigía, algo llamado “Explicación intrascendente”, de la que ya brotaba maestría. Pero un año antes, con apenas 18 años recién cumplidos, este hombre, que, dice Daniel Samper, "se bebió la vida en fondo blanco, de un solo jalón”, paría un primer relato descriptivo, "Una Calle", tan breve como intenso, de belleza y carga poética bastante significativas, máxime si se considera la edad a la que fue escrito.
"Un periodista deportivo es alguien que no tiene nada en la cabeza y es capaz de expresarlo": es lo que dice Juan Gossen Funes haber leído, al referirse con singular agudeza al periodismo deportivo televisivo.
De Gabriel García Márquez traemos "Un febrero indigesto", una de las columnas “despelucadas”, que ya reflejaban su genio, escritas muy a principios de la década de los cincuenta para el diario El Heraldo de Barranquilla.
¿Ha dispuesto el lector en su morada un altar para el director Sergio Cabrera? Prepare la silla para desmontarlo después de que lea la feroz crítica que Juan Carlos Gonzáles hace al director colombiano.
Finalmente, la "Fuerza de las Palabras" trae la alusión que en 1925 hiciera del pronombre relativo "cuyo", el latinista, filólogo y ex presidente de Colombia Marco Fidel Suárez, a propósito del contenido de una ley de 1884.
Conocedores de que actualmente en la red circulan millones de páginas, nos limitamos a exhortarlos para que le echen un vistazo a La Cuestión, si es del caso la recomienden, pero, sobretodo, de ser necesario, la pasen por el cepo de la crítica sin la menor piedad participando en el foro. Esperamos que el humilde comienzo de La Cuestión como “blog” sea el primer paso en un largo y fructífero camino.


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