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La Cuestión se origina en Barranquilla, Caribe colombiano
martes, mayo 31, 2005
 
Arthur Miller en La Habana

Cenando con Castro*

Por Arthur Miller

Como los de tantos otros, mis sentimientos hacia Cuba en las últimas décadas han sido un tanto mixtos. Aparte de por la prensa, he sabido por gente del cine que había trabajado ahí, que la sociedad de Batista era tremendamente corrupta, un campo de juego para la mafia y un burdel para los americanos y demás extranjeros. De forma que Castro, tomando el poder por asalto, parecía un viento fresco que se lleva la degradación y la sumisión al dólar yanqui. Lo que emergió una vez que el humo se hubo disipado y resultó ser algo distinto, por supuesto, y si bien me decidí por no olvidar las causas de la revolución de Castro, la represión que ejerce su gobierno de un solo hombre sigue minando mi simpatía. Al mismo tiempo, el implacable bloqueo de Estados Unidos a instancias al menos en apariencia de una derrotada clase explotadora que nunca había tenido problemas con la dictadura anterior, parecía ser algo diferente a una resistencia democrática basada en los principios.

El foco de todas estas contradicciones era el mismo Castro; este hombre en efecto, era Cuba, y sin embargo, cuando mi mujer, la fotógrafa Inge Morath (fallecida en 2002), y yo fuimos invitados en marzo de 2000 a unirnos a un pequeño grupo de «visitantes culturales» para una breve visita de la isla, aceptamos sin pensar en la posibilidad de conocer al líder en persona sino sólo en ver algo del país. Al final, resultó que al poco tiempo de nuestra llegada Castro invitó a nuestro pequeño grupo de nueve personas a cenar y al día siguiente, sin anunciarse, apareció de repente en el campo, donde estábamos almorzando, para continuar la conversación.

En marzo de 2000, la época de nuestro encuentro, el futuro de Cuba era la gran interrogante para cualquiera que pensara sobre ese país. Nuestro grupo no era una excepción. Éramos, además de mi mujer y yo, William Luers, antiguo director del Metropolitan Museum of Art de Nueva York y embajador primero en Venezuela y luego en Checoslovaquia, y su esposa, Wendy, una comprometida activista de los derechos humanos; el novelista William Styron y su mujer, Rose; el agente literario Morton Janklow y su esposa, Linda; y Patty Cisneros, filántropa organizadora de una fundación para salvar la cultura del Amazonas. Los únicos que no hablaban castellano éramos los Styron, los Janklow y yo.

Como esperábamos simplemente vagar por la ciudad y tal vez conocer a unos cuantos escritores, nos sorprendió recibir, al segundo día de nuestra estancia, una invitación de Castro para cenar con él. Más tarde se hizo evidente que Gabo (Gabriel García Márquez), defensor y amigo de Castro así como también de Bill Styron, probablemente había sido el autor de esa muestra de hospitalidad. Yo así como todos los demás, sentía gran curiosidad por conocer a Castro, al tiempo que cierta cautela.

Como había tenido alguna experiencia con la burocracia soviética en el campo de las artes, en particular durante los cuatro años que fui director del PEN internacional, supuse que tendría que estar asistiendo con la cabeza, amablemente y en silencio, ante afirmaciones manifiestamente tontas si no idiotas. Los líderes no electos y sus lacayos son extraordinariamente sensibles a la contradicción, y su compañía puede ser terriblemente aburrida. Sin embargo, Castro entonces era un mito, y la perspectiva de pasar una hora o dos con él era atractiva.

Mencioné sólo dos o tres observaciones que hice en La Habana antes de aquella cena. La ciudad en sí misma tiene la belleza de una ruina camino de convertirse en la arena, mica, grava y en los árboles de los que surgió. La pobreza de la gente es evidente, pero al mismo tiempo parece sobrevivir cierta animación. A pesar de ser tan pobres, no se siente esa desesperanza fatal que uno encuentra en las ciudades donde la pobreza y la riqueza ostentosa conviven codo con codo. Pero éstas son sólo las apariencias que, aunque cuentan, no lo son todo. Un guía que conocí por casualidad y con el que mantuve una conversación privada —en la que, debo añadir, él respondía a mis preguntas y no ofrecía información por iniciativa propia— dijo que en Cuba era simplemente imposible vivir de un solo trabajo. Educado y disciplinado, no podía evitar que su profunda frustración se desbordase mientras me explicaba que trabajaba para la agencia de turismo del gobierno, la cual cobraba grandes sumas a clientes extranjeros por sus servicios, mientras que él recibía una minucia. Si esto no era explotación, que le dijera cómo llamarlo.

Pero semejante infelicidad puede tener aún otra dimensión. Di un paseo por los alrededores del precioso y antiguo Hotel Santa Isabel, donde nos alojamos, ya pocas manzanas de allí me senté en un banco que daba al agradablemente escaso tráfico del Malecón, la ancha calle que rodea el puerto. Al poco tiempo, aparecieron dos tipos y se sentaron a mi lado. Eran exageradamente delgados, ninguno llevaba calcetines, uno usaba zapatos y el otro unas sandalias que se desintegraban, sus camisas estaban lavadas, sin planchar y con los cuellos ajados, a los dos les hacía falta un afeitado. Su postura, agachados sobre sus piernas cruzadas mientras chupaban cigarrillos, observando el fluir del tiempo mientras hablaban, me recordó a la gente de la calle de Nueva York, París o Londres.

Un taxi se detuvo en la acera frente a nosotros y de él se bajó una encantadora mujer joven. Llevaba dos bolsas de papel llenas de provisiones. Los dos hombres dejaron de hablar para contemplarla. Observé que era hermosa y que estaba vestida con gusto y, algo especialmente notorio en este lugar proletario, llevaba tacones. Un tulipán blanco se salía de una de las bolsas, la cabeza colgando del arco de su largo y esbelto tallo. La mujer hacía malabarismo con las bolsas intentando abrir su monedero, y el tulipán se mecía peligrosamente y a punto de decapitarse. Uno de los hombres se levantó y sostuvo una de las bolsas para afirmarlo, mientras el otro se le unía para sostener la otra bolsa, y yo me pregunté si acaso estaban a punto de coger las bolsas y largarse.

En lugar de ello, mientras le mujer pagaba al conductor, uno de ellos gentilmente, con infinito cuidado, sostuvo el tulipán por el tallo con el índice y el pulgar hasta que ella pudo acomodar las bolsas entre sus brazos. Ella les dio las gracias —no efusivamente pero con cierta dignidad formal— y se alejó. Ambos regresaron al banco y a su ávida discusión. No estoy muy seguro de por qué, pero este encuentro me llamó la atención. No sólo me impresionó la galantería de estos hombres venidos a menos, sino el que la mujer pareciera considerarla su derecho y no algo extraordinario. No hace falta decir que ella no les ofreció propina alguna, ni que tampoco ellos parecían esperar algo de ella, a pesar de su cierta riqueza.

Tras haber pasado años protestando por el encarcelamiento y el silenciamiento por el Gobierno de escritores y disidentes, me pregunto si a pesar de todo, incluido el fracaso económico del sistema, no habría surgido un esperanzador tipo de solidaridad humana, quizá debido a la relativa simetría de la pobreza y a la uniforme futilidad inherente a un sistema en el cual pocos pueden levantar la cabeza como no sea zarpando a orillas lejanas.

La pobreza parece próximo a lo catastrófico. En esta misma animada vía portuaria hay semáforos que, cuando se ponen rojos, son una señal para que una docena de mujeres jóvenes y niñas se aproximen, como surgidas de la nada, a los coches detenidos. No llevan ropa llamativa y su maquillaje es discreto. Pregunto a nuestro conductor qué están haciendo, y me dice que «autostop». No se volvió para encontrarse con mi mirada, sino que se mantuvo mirando al frente, obviamente sin intención de seguir con el tema. Este tipo de exhibición estuvo prohibido durante los años de la dominación soviética, probablemente porque la situación económica no era tan desesperadamente mala y quizás también por deferencia al puritanismo soviético. Ahora la presión del hambre era demasiado fuerte para reprimirlo.

Me reuní con un grupo de alumnos de la escuela de teatro después de que me llevaran a una representación nada estridente de una obra estudiantil surrealista en la cual una crucifixión sugería la simbolización de la angustia producida por el SIDA. Afuera, en el césped, me enfrenté con un centenar de ellos, jóvenes ávidos, desbordantes de esperanza y energía, que querían saberlo todo sobre «Broadway». Cuando les dije está copado casi exclusivamente por musicales y obras de puro entretenimiento, y que las pocas obras serias estaban reservadas a las estrellas, pusieron cara de tristes y no siguieron seguir escuchando las malas noticias. Nada parece, puede empañar la imagen de éxito y esperanza que transmiten la mayoría de las cosas americanas. Una cosa es segura: a la primera oportunidad habrían corrido como un solo hombre a Times Square.

Al llegar al Palacio de la Revolución para nuestra cena, a mi mujer se le requirió inmediatamente que dejara su Leica antes de encontrarse con Castro. El hombre al que se la entregó, enseguida la dejó caer desde una caja en lo alto al suelo de piedra. El Palacio de la Revolución es pre-Castro, muy moderno y agresivamente opulento, con resplandecientes paredes de piedra negra y suelos de parquet, todo ello inmaculadamente limpio. Entramos a una antesala que llevaba al comedor y, de repente, ahí estaba Castro, no en uniforme como uno lo ve siempre en las fotografías sino con un traje azul a rayas que, a juzgar por el hecho de que estaba sin planchar, no debía utilizar muy a menudo. Dejando a un lado el traje, mi primera impresión fue que de no haber sido un político revolucionario bien podría haber sido un artista de cine. Tenía esa personalidad total y absolutamente centrada en sí mismo, esa necesidad de ser amado y aclamado, y esa abrumadora sed de poder que sólo se obtiene de la aprobación total. En aquella concurrida antecámara su séquito, como el de la mayoría de los líderes den todas partes, era de una amabilidad exquisita, y se percibía de inmediato su absoluta sumisión al jefe. Al margen de sus otras cualidades, Castro (entonces tenía 74 años) es una persona estimulante y probablemente podría haber hecho carrera en el cine.

Leurs, de hecho el jefe del grupo, hizo las presentaciones es español, y Gabo añadió unas pocas palabras para que Castro pudiera identificarnos. García Márquez es bastante bajo y el resto de los hombres medianos un metro ochenta o más, de manera que miraba a Castro y al resto de nosotros como si fuera el pequeño de la clase. Su amistad con Styron y su inglés lograron que el comienzo fuera bastante fluido, y las conversaciones entre ellos, y las de Castro con Luers, su mujer Wendy, y Patty Cisneros e Inge, retumbaban como un intenso murmullo. De pronto, Castro me miró por encima de las cabezas de los otros y casi gritó, «¿Cual es la fecha de su cumpleaños?» «El 17 de octubre de 1915», repliqué pretendiendo no estar sorprendido por la pregunta.

Él apuntó su largo dedo índice hacia su sien derecha. Todos callaron. Una expresión de penetrante y sagaz indagación se posó sobre su rostro mientras mantenía su dedo presionado contra la sien. Pensé que estaba sobreactuando, pero entonces recordé ciertos cuadros del caballero de la triste figura de Cervantes, la mirada levantada hacia el cielo, la barba rala, las cejas arqueadas, la inmemorial y oscura melancolía española, y Castro comenzó a parecerme normal. Alzó el dedo para apuntar «Usted es once años, cinco meses y catorce días más viejo (que yo)». No puedo recordar las cifras exactas, pero éstas servirán).

Le felicitó una salva de risas, iluminando el aire. Había algo casi conmovedor en esta demostración infantil de su habilidad para calcular, y de nuevo se reconocía en ella su hambre de ser el centro de atención. Pensé en cómo idolatraba a Hemingway, otra estrella al que estoy seguro movía la misma necesidad. Era fácil imaginar su mutuo aprecio.

Ahora, con una mirada maliciosa en sus ojos, se volvió hacia Wendy Luers. A media tarde ella nos había sacado del minibús proporcionado por el Gobierno y metidos en taxis que nos llevaron a la casa de un disidente, Elizardo Sánchez. Ahí nos enteramos de lo que ya era bastante obvio: a pesar de haber sido arrestado en varias ocasiones por escribir y distribuir publicaciones contra el Gobierno, actualmente estaba en libertad pero no tenía ninguna influencia perceptible. A sabiendas de que su casa era espiada se sentía con libertad de decir cualquier cosa que quisiera. Ya que sus opiniones eran lo bastante conocidas. Y si alguno de nosotros por un momento imaginó que la visita era secreta, fuimos desmentidos por la simpática cámara de televisión que nos filmó en la calle al salir. ¡ Y nosotros tomando taxis en lugar de usar el minibús del Gobierno!
Ahora, dirigiéndose principalmente a Wendy Luers, Castro se inclinó hacia delante y dijo: «Parece que estuvieron perdidos un par de horas esta tarde. ¿Fueron de compras?». Un destello de feroz ironía cruzó su cara antes de unirse a nuestra risa. Y entonces, a cenar.

La tarde anterior se había organizado un encuentro, sin duda a través de la Unión de Escritores, con alrededor de cincuenta escritores cubanos. Inicialmente, los organizadores habían esperado la asistencia de una pocas docenas de persona, ya que se había preparado con poca antelación, pero tuvieron que buscar un espacio más grande cuando apareció una multitud. Nos encontramos con un auditorio más bien yermo, con un estrado para el orador y un extraño silencio para una muchedumbre tal. ¿Qué hacer con ese silencio? No pude evitar recordar los años 50, cuando la pregunta que flotaba sobre cada reunión era si estaba siendo observada o grabada por el FBI.

Era difícil saber si el público, compuesto casi solo por hombres, conocía el trabajo de Styron o el mío. En cualquier caso, tras las presentaciones, Styron describió brevemente sus novelas, y yo hice lo propio con mis obras de teatro, y les invitamos a hacer preguntas. Un hombre se levantó y preguntó: «¿Por qué están aquí?».

Puesta de manera tan cándida, la pregunta me devolvió a la Europa del Este de décadas atrás, ahí también era inconcebible que una reunión como ésta no tuviera un propósito político. Styron y yo estábamos bastante perplejos. Finalmente, dije que simplemente sentíamos curiosidad por conocer Cuba, que nos oponíamos al aislamiento del país y pensábamos que una breve visita podría enseñarnos algo. «¿Pero cuál es su mensaje?», insistió el hombre. No tenemos ninguno, tuvimos que admitir un tanto azorados. No obstante, cuando terminamos, alguno de ellos vino a darnos la mano y expresar calladamente una especie de solidaridad con nosotros, o eso supuse. Pero otros quizá sintieron cierta desconfianza y hostilidad, si no abierta al menos contenida, por no haberles traído un mensaje que pudiera ofrecer alguna esperanza para aliviar su aislamiento.

Pero volviendo a la cena con Fidel: se sirvieron unos camarones fantásticos y un cochinillo espectacular; los cubanos son famosos por su cochinillo. (Castro, sin embargo comió verduras, ya que tiene la intención de vivir para siempre). Nuestro grupo se sentó a la mesa entremezclado con cubanos, ministros del Gobierno y otros cargos, muchos de ellos mujeres. Styron se sentó al lado de Castro y su fabulosa intérprete simultánea, una mujer que llevaba en este trabajo un cuarto de siglo. Rodeando la mesa había un jardín tropical de plástico hermosamente iluminado, posiblemente para sugerir la clase de jungla de la que había brotado la revolución.

Muy pronto quedó claro que en lugar de una conversación disfrutaríamos lo que parecía un conjunto de comentarios más bien formales a las diversas ideas que emanaban de la mente del líder. La mayoría de éstas han abandonado mi memoria, pero puedo recordar a Castro adoptar repentinamente una expresión severa mientras hablaba de la torpe obstinación de los rusos, y su imitación de sus voces graves mientras se empeñaban en una propuesta absurda contra viento y marea. Lo que parecía molestarle más era su deslealtad rayana en perfidia: no habían capeado el temporal como verdaderos revolucionarios. Pero Luers, quién al día siguiente mantendría con él una conversación privada, que se prolongó durante horas, se enteró de que su principal contencioso era la negativa de los soviéticos a apoyar sus intentos de iniciar revoluciones en varios países de Latinoamérica. Los rusos no querían enfrentamientos con los Estados Unidos y por eso desde su perspectiva eran despreciables antirrevolucionarios.

Durante la cena asestó algunas puñaladas también a la CIA y sus numerosos intentos de asesinarlo, pero aquí afectó estar más divertido que enfadado, ya que estos intentos les habían salido a los americanos por la culata. Y uno no podía dejar de observar cierto aire de sólida e incluso vanidosa confianza frente a Norteamérica, casi como si Cuba fuese la gran potencia y Norteamérica algún tipo de adolescente impredecible que periódicamente le lanza piedras y rompe sus ventanas. De cualquier manera, cuentan que nunca duerme dos veces en la misma casa, y sus movimientos privados los conocen sólo unos pocos. Lo que recuerdo claramente es cómo hojeó un libro de fotografías de Inge que le habían dado esa tarde, y cómo al verlas ordenó a un lacayo que le fuera devuelta su cámara inmediatamente. Y no tuvo objeciones a que ella lo fotografiara el resto de la noche.

Nos habíamos sentado a la mesa alrededor de las 21:30. A las 22:30 comencé a marchitarme, y recordé que Castro, quien claramente estaba recuperando fuerzas con cada momento que pasaba, disfrutaba permaneciendo despierto toda la noche porque pasaba la mayor parte del día durmiendo. No era el único que estaba cada vez más cansado, los miembros de su séquito, habiendo sin duda escuchado sus historias y observaciones muchas veces antes, estaban haciendo un claro esfuerzo por mantener sus párpados abiertos. Se hicieron las 12:30, e inevitablemente dio la 1:30. Castro tal vez se recargase con la energía que le daban las píldoras de vitaminas (más tarde nos dio una bolsa de ellas a cada uno de nosotros). Noté que García Márquez estaba, lo que veía, sumido en un profundo sueño pero sentado derecho en su silla. Castro estaba en pleno vuelo, sostenido en lo alto por alguna clase de entusiasmo maníaco por la pura actuación. Tanto si se trataba de un descubrimiento científico perfectamente conocido como de un comentario inteligente de otra persona sobre cualquier cosa, hablaba de ello como si lo expusiera por primera vez. Pero lo hacía con encanto no exento de ironía y algo de ingenio. Seguía hablando, sin piedad, ansioso, obviamente, por ocupar el mayor espacio posible. ¿ Y cómo —me di cuenta—, podía ser de otra forma si había sido el Jefe de Estado durante casi medio siglo, más tiempo que cualquier otro rey o presidente en tiempos modernos, excepto quizás el emperador Francisco José de Austria? ¿Qué efecto había tenido su interminable gobierno sobre los cubanos, la mayoría de los cuales ni siquiera había nacido cuando él llegó al poder? De hecho, yo había preguntado en nuestro encuentro con los escritores cómo el país iba a pasar de Castro a otra cosa, o a quién fuera a sucederlo. La incomodidad en el público era palpable y nadie aventuró una respuesta. Mientras íbamos dejando la reunión un hombre vino hacia mi y dijo: «La única solución es biológica».

Sobre las dos de la mañana me di cuenta de que esta auténtica máquina humana de alegría exuberante bien podría esperar que nos quedáramos hasta el amanecer. Desesperado por irme a dormir, antes de que pudiera detenerme a pensarlo, levanté mi mano y le dije: «Por favor señor Presidente, perdóneme, pero recordará haber dicho cuando llegamos que yo era once años, cinco meses y catorce días más viejo que usted». Hice una pausa, atónito ante un repentino aspecto de sorpresa —las cejas levantadas— o incluso recelo ante la interrupción. «Ahora son quince días». Alzó las manos. «¡Me he sobrepasado!» Rió y se levantó, dando por terminada la cena. Cuando nuestro grupo partió, fui aplaudido en la calle por el agradecido séquito.Al día siguiente estábamos almorzando en el campo, en el porche de un Instituto de Reforestación que a lo largo de los años había plantado cientos de acres de variadas especies de árboles en las ondulantes colinas que rodean el rústico edificio de la oficina. El aire era puro y el silencio refrescante. De repente se escuchó un rugido de motores y envueltos en una nube de polvo tres grandes Mercedes, de modelo reciente, frenaron en seco. Se abrió de golpe la puerta del coche de en medio, y ahí estaba Castro, esta vez en su uniforme verde. Subió al porche en medio de los saludos de todos nosotros, agarró una silla y se acomodó en ella.

Hoy Styron parecía ser el centro de su interés y Castro le preguntó los nombres de los mejores autores norteamericanos, pero del siglo XIX, explicando con una mueca que no quería despertar nuestro instinto competitivo.

Dijo no haber estudiado literatura norteamericana, y saber muy poco sobre ella. Esta confesión parecía extraña, dada la posición de icono que Hemingway tiene en Cuba, con su casa convertida en un auténtico santuario. Mientras Styron, que no estaba preparado para esta exhibición del desconocimiento de Castro de la cultura a la que incesantemente castigaba, intentaba improvisar una breve conferencia sobre los hitos de la literatura americana, yo me pregunté si Castro estaría tan lejos de su país como lo estaba del nuestro. Uno siempre atribuye al poder sabiduría informada, pero en vista de la pobreza que le rodea, un gobernante sabio, que incluso en unas elecciones libres podría ser reelegido, después de cincuenta años de control supremo, ¿no debería reconocer que ha llegado el momento de dejar paso a un régimen con gente nueva y quizás ideas más efectivas?

Al observarle durante el almuerzo —comió dos hojas de lechuga— uno veía a un hombre solitario hambriento de contacto humano, que sólo puede volverse más y más escaso a medida que envejece. Podría muy bien seguir activoDurante otros diez años, quizás incluso más, como consta que lo hicieron sus padres, y me vi preguntándome qué puede ser lo que le impide un retiro airoso que incluso podría merecer la gratitud de sus compatriotas.

¿El encanto casi sexual del poder? Quizás. Más probablemente, dada su historia, el compromiso con la imagen poética de la revolución mundial, el levantamiento de los oprimidos del mundo con él a la cabeza. Y hablando en plata, como mero jefe de una isla se las ha ingeniado para elevarse a sí mismo a un estado trascendente en millones de mentes. Y más aún después de que todos sus adversarios han caído y las condiciones en Latinoamérica y África van de mal en peor; basta con que llegue el momento adecuado para que vuelva a surgir la oportunidad. Después de todo, puso en acción fuerzas cubanas en muchos países del mundo, a pesar de la pobreza de su país y de la obstinada resistencia de su principal patrocinador, el ahora abominado liderazgo soviético.

Habría sido esperar demasiado que después de medio siglo en el poder no se hubiera vuelto un anacronismo, un elegante reloj viejo que ya no da la hora correctamente y que da campanadas al azar en la mitad de la noche, perturbando la casa. A pesar de todos sus esfuerzos, lo único parecido a una revolución popular es la antimoderna marea islámica, que desde el punto de vista marxista flota en un sueño medieval. Con nosotros, pareció patéticamente hambriento de algún tipo de contacto humano. Brillantes como es, alegre e ingenioso como su pueblo, su interminable gobierno parece una poderosa enredadera que envuelve al país, y que defendiéndolo de los elementos a la vez detiene su crecimiento natural. Y el suyo propio también. Ideología aparte, parece que hasta hoy sostiene las ilusiones que estructuraron su éxito político, aún cuando nunca fueran verdad; por ejemplo, habla de la disolución de la URSS por Gorbachov como algo innecesario, «un error».

En resumen, no había en el sistema soviético una contradicción fatal inherente que lo derribara, al igual que en el sistema de Castro o en su visión de la realidad no hay nada que esté creando la dolorosa pobreza de la isla. El embajador de Estados Unidos convirtió la pobreza de esta isla en algo fuera de control junto con los rusos, que le abandonaron. Es Don Quijote retando a los molinos que, para colmo, ya son polvo.

La plaza delante del Hotel Santa Isabel está bordeada por quince o veinte quioscos que exhiben viejos y estropeados tratados marxista-leninistas. Todas las mañanas, dos cuidadores los ponen y todas las tardes los guardan, sin que durante el día nadie los moleste en sus anaqueles. ¿Es posible que alguien en el Gobierno —Castro quizás— imagine que alguien en su sano juicio esté tentado de comprar, ni mucho menos leer, estos artefactos de otra época? ¿Es el amor patriótico de los cubanos, conformistas o disidentes, por su país, o es el odio maniático e inamovible hacia los políticos estadounidenses, cuyo embargo es simplemente una póliza que asegura a Castro contra el cambio necesario, inyectando en el pueblo la energía del desafió justo? Porque es el embargo el que automáticamente explica todos los fracasos del régimen para proveer las necesidades de la gente. Será necesario el pathos de un nuevo Cervantes para estar a la altura de esta historia profundamente triste de sufrimiento innecesario.
(Letra Internacional)
*Tomado de la revista electrónica Carátula, ed. No. 2, oct-nov de 2004.

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