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La Cuestión se origina en Barranquilla, Caribe colombiano
viernes, enero 27, 2006
 
Doris Lessing
¿Para qué reproducir una entrevista que aparece en el último número de Arcadia? ¿No sería mejor leerla directamente allí? Arcadia solo llega a los susucriptores de la revista Semana, y si el lector es suscriptor es posible que no haya dado importancia a un artículo sobre el feminismo, un asunto bastante aburrido, que, sin embargo, la protagonista de esta nota convierte en un suculento plato.

La periodista francesa Annette Levy-Wyllard entrevista a la escritora angloafricana Doris Lessing:

Annette Levy-Wyllard: Su novela "El cuaderno dorado" (Premio Médicis en 1976) fue y sigue siendo el libro de culto de la liberación femenina en el mundo entero. Pero ahora usted decide denunciar a las feministas...

Doris Lessing: Siempre me ha molestado que "El cuaderno dorado" se haya convertido en la biblia de la liberación femenina, porque jamás quise hacer un ensayo feminista, sino escribir sobre la vida de las mujeres. La gente piensa todavía que se trataba de un manifiesto político y no es así. Me llegaron montones de cartas de lectoras que hablaban sólo de política y cartas de hombres que me explicaban que el libro había sido liberador para ellos. Acabo de recibir una carta de un brasileño que le dio la novela a su esposa para que entendiera que puede haber vida fuera de la casa y de la crianza de los hijos.

Además, hay que recordar que en Francia, durante mucho tiempo, ningún editor quiso publicar El cuaderno porque les parecía muy radical. Hoy puedo decir que las feministas han fracasado. Y es verdad. Hoy en día se puede decir, más o menos, que existe igualdad entre los sexos en campos como el salario y lo profesional. Mujeres inteligentes y formidables ocupan empleos clave. En los países occidentales ha habido verdaderos progresos para las mujeres de ciertas clases sociales... Las jovencitas de hoy no se dan cuenta de que sólo hace dos generaciones que podemos controlar, como mujeres, nuestra propia vida, que ya no tienen de qué preocuparse cuando quedan embarazadas. Esas muchachas creen que todo esto es normal, y ésa es la verdadera revolución de nuestro tiempo; han tenido mucha suerte. Las mujeres modernas ahora pueden hacer de todo, pero lo único que quieren es encontrar un hombre; sólo hay que ver El diario de Bridget Jones o la serie Sex and the City para darse cuenta...

Sin embargo, sobre todo en el tercer mundo, esa evolución no la puede disfrutar la mayoría de las mujeres. Si digo que las feministas han fracasado, se debe a que no pudieron capitalizar sus propuestas en los años sesenta y setenta. Lo que en absoluto me sorprende, pues no esperaba demasiados cambios. Era una época muy emocional. Podrían haber sido más calmadas y haber hecho más esfuerzos para trabajar junto a los hombres. Siempre he pensado que no se puede avanzar haciendo separaciones radicales, y no hay que olvidar que muchas de las grandes feministas fueron hombres...

A.L.W: En 2001, usted protagonizó un escándalo cuando defendió a los hombres al decir:

"Las mujeres estúpidas, ignorantes y malas atacan a los hombres más inteligentes y más atentos y nadie dice nada. Desafortunadamente, los hombres tienen aire de perros abatidos incapaces de contestar." Y luego llamó a la revolución: "¡Es tiempo de que contraataquen!"

D.L: Me encontraba en la tribuna del festival de Edimburgo, en Escocia, y me preguntaron algo sobre las feministas. Contesté que no me gustaba la manera de tratar a los hombres, que debía de ser terrible ser un varón. De inmediato, el diario The Guardian tomó las declaraciones, y se levantó una polémica nacional, con un montón de cartas a favor y en contra mío. Quería decir que cada día estaba más irritada por la locura en contra de los hombres, de manera persistente, sin que nos diéramos cuenta. Me preguntaba por qué debíamos pelear por la igualdad despreciando sistemáticamente a los hombres. Un día, en una escuela primaria, le escuché a una profesora joven decirles a sus alumnos (hombres) en clase: "¡Todo es su culpa!" Un pequeño se puso a llorar. Me pareció espantoso aquello. Nunca me gustó el feminismo, ni en los años sesenta y setenta, ni ahora. Siempre detesté ese lado antihombres de esas muchachas de izquierda que odiaban a los tipos, al matrimonio y a los hijos. Eso es una tontería y una pérdida de tiempo. Han debido hacer las cosas de otra manera. El movimiento de liberación femenina fue, de hecho, un error, con mucha energía mal encaminada. Y desde que se volvió político explotó en pequeñas facciones. Era inevitable, pero las feministas no comprendieron nada.

A.L.W: Usted atacó también al ícono mundial de la liberación femenina: Simone de Beauvoir.

D.L: Era una feminista que odiaba ser una mujer y todos los aspectos de la feminidad. Por ejemplo, tener la regla. Es claro que ella quería ser un hombre. Estúpida. Es como estar furiosa con el clima. Me gusta más Woody Allen cuando dijo: "Me da igual morir pero no quiero estar allí cuando pase." Nunca me convenció ese modelo de pareja "ideal" Sartre-Beauvoir, enseguida pensé que era falso. Sartre se portó como todos los hombres siempre se han portado. Y Beauvoir como todas las mujeres. Mientras que en sus libros ella trataba de mostrarnos que se trataba de una relación moderna, de amores múltiples, sin celos. Pero mientras que Sartre tenía sus historias de amor por su lado, ella se quedaba casi siempre en casa. En mi recopilación de ensayos Time Bites, que apareció en 2005, recuerdo cómo nosotros, en Londres, esperábamos impacientes la publicación de la novela de Beauvoir Los mandarines, porque sabíamos que el libro hablaba de la vida sexual junto a Sartre y de la vida de su grupo de lumbreras de Saint Germain-des-Prés. Francia siempre ha fascinado a los ingleses. Los hombres estaban, naturalmente, seducidos por esa pareja que funcionaba como matrimonio, sin la pesadez legal y las obligaciones, con compañeros libres de tener todas las aventuras sexuales. Las mujeres siempre eran más escépticas. Y, fi nalmente, tenían razón. Además, en la novela, el personaje de Anne Simone es presentado como una mujer seca y sola en un matrimonio de amigos, resignada. Francamente, Beauvoir hubiera hecho mejor marchándose con Nelson Algren, su amante americano. Al final de su vida, Sartre estaba un poco loco, como Bertrand Russell: los hombres mayores no tienen defensas contra las mujeres jóvenes. Y las mujeres mayores se dejan influenciar por los jovencitos, como Jean Rhys nos lo contó en Ancho mar de los Sargazos, un libro magnífico. Ella se volvió famosa tarde, al final de su vida, y no pudo resistirse al poder de un jovencito.

A.L.W: En su última novela, Las abuelas, se cuentan justamente los amores entre mujeres mayores y jóvenes: dos amigas se acuestan cada una con el hijo de la otra. A sus 86 años, ¿usted sería una de esas viejas indignas?

D.L: Eso no me ha pasado... ¡Lástima! (explota de risa). Las abuelas no es un título afortunado, porque las dos madres tienen más o menos cuarenta años, no son mujeres viejas. Un jovencito, el compañero de uno de los dos hijos que se acuesta con la amiga de su madre, fue el que me contó la historia. Y lo hizo emocionado: "Me encantaría vivir algo como eso", me dijo. Quedé fascinada y me pregunté qué podría hacer una escritora con esa historia de amor con la cual, además, podía identificarme. Las críticas en Francia se fueron por el lado "desagradable", pero yo no entiendo esa actitud voyerista. No obstante, ese tema no es nuevo en Francia; acuérdese de que Colette ya contó la historia.

ALW:Después de la Segunda Guerra Mundial, usted se fue de su Rodesia natal para instalarse en Inglaterra y abandonó a sus hijos, que fueron criados por su padre. Impactante, ¿no?

D.L: Mi hijo John me dijo un día: "No comprendo muy bien por qué dejaste a papá, pero eso no quiere decir que
no te ame." Me lo dijo sin agresividad, porque hablamos cuando él ya era un adulto y vivían todos en Sudáfrica, cuando allí ya no había problemas. Lo volvería a hacer si fuera el caso. Estoy feliz de haber tenido el coraje de partir. Yo odiaba Rodesia (Zimbawe); era un lugar provinciano en donde nadie quería hablar de política. Me hubiera ido antes, si la guerra no hubiese estallado. No había barcos, así que debí esperar, esperar, esperar... hasta 1949. Londres era un ciudad genial llena de artistas e intelectuales. Allí encontré a toda esa gente interesante que venía, como yo, de todas las antiguas colonias inglesas, de todo el imperio británico. Después de la Segunda Guerra Mundial, había una especie de locura en nuestro grupo de amigos; era como vivir el final del Imperio Romano. Yo hice parte porque en esa época creía que íbamos a construir un mundo mejor. No puedo creer cuán estúpida era.

A.L.W:Además, en sus últimos ensayos le declara la guerra a lo "políticamente correcto".

D.L: ¡Odio lo políticamente correcto! Es la visión de un mundo dividido en Bien y Mal. Se encuentra por todos lados en la lengua inglesa. En particular cuando usted habla de las razas: no puede decir ni Blanco ni Negro. Y luego lo vigilan en caso de que se le suelte algo así. El fenómeno es terrible, sobre todo en las universidades norteamericanas, porque los norteamericanos llevan siempre todo al extremo. Es un país histérico y me pregunto por qué. Así descubrí que mi novela La buena terrorista sucedía en los campus norteamericanos, para subrayar todo lo que en ese libro no es políticamente correcto.Por ejemplo, el personaje del músico es un chico negro: es "políticamente incorrecto". El comunismo está muerto, sin embargo, la herencia de ese lenguaje vacío, que siempre debe inventarse un enemigo, se ha perpetuado entre los intelectuales.

En todo caso, lo políticamente correcto toca a la crítica literaria que sigue infiltrada por esos vestigios de la moda del pensamiento comunista. Cada escritor ha pasado por la experiencia de escuchar preguntas de los periodistas como "¿Piensa usted que los escritores deberían...?" y eso termina con una declaración política con la palabra "compromiso". O bien se lee el libro de uno diciendo que se trata evidentemente de "un tema". Como sucedió con mi libro El quinto hijo, que etiquetaron como un tratado sobre el problema palestino, o la investigación genética o el feminismo, o el antisemitismo. Finalmente, un periodista francés vino a mi casa y me dijo, antes de que pudiera decirle cualquier cosa: "¡Es evidente que El quinto hijo es un libro sobre el sida!" Si hubiera querido hablar de los palestinos o del sida, hubiese escrito un ensayo, no una novela.

A.LW:Usted fue comunista. ¿Lo lamenta hoy en día?

D.L: Yo fui comunista hace medio siglo. Cuando llegué a Inglaterra todo el mundo era comunista, o lo había sido. Estábamos en plena guerra fría, el enfrentamiento era muy duro. Continuó hasta el final de los años cincuenta, hasta que dejaron de interesar Trotski o Stalin, pues encontrábamos todos sus discursos aburridos, y comenzamos a burlarnos de la jerga política. Nos divertíamos, teníamos humor. Sobre todo, ya discutíamos sobre la cuestión de los hombres y las mujeres, y eso fue mucho antes de la liberación femenina. No esperamos para hacer nuestra revolución sexual. Me pregunto por qué todo el mundo piensa que el sexo se lo inventaron en los años sesenta... Gracias a Dios ¡hubo algo de eso en los cincuenta! Cuando digo esto, siempre me miran con estupefacción o incredulidad. Como cuando digo que lo único importante en las relaciones entre hombres y mujeres es que sean divertidas. Por eso ahora escribo una comedia.
©Libération

Tomado de Arcadia (Publicaciones Semana)



 
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Círculo
, Avión de papel, Realidad literal

 
De Marcial
Tan atento me miraba,
Rufo, un hombre el otro día,
Que por cierto yo creía
Que comprarme deseaba;
Y cuando esperando estaba
Su intento, me preguntó
Si aquel Marcial era yo,
Malo entre gente severa;
Y aunque negarlo quisiera,
Mi risa me descubrió.
"Pues, ¡cómo, si eres Marcial,
Dijo, y en Roma estimado,
Y en el munedo celebrado,
Andas vestido tan mal?"
Le contesto: "Esa es señal
De que mal poeta he sido
Pues me ves tan deslucido".
Rufo, porque bien parezca,
Y otro mal no me acontezca.
Envìame un buen vestido.

jueves, enero 26, 2006
 
Fotografía: La mirada de un lìder


Fotografìa: ARU

martes, enero 24, 2006
 
El talento herido
Nadie podrá discutir la consuetudinaria tendencia del actor colombiano al llanto. Me refiero a los actores de televisión. No sé si recordará el lector un viejo discurso que antes de la aparición de los canales privados se pronunciaba muy bien orquestado desde los dos únicos miserables canales que existían en el país. “El talento nacional ha trabajado siempre con las uñas, se prefiere marcada e injustificadamente al actor foráneo, y no somos valorados justamente, a pesar de surgir aquí los mejores talentos de Latinoamérica”. Una frase de este estilo habría podido bien atribuirse a cualquiera a de los actores y presentadores de Colombia durante los primeros cuarenta años de existencia de la televisión.

Sin embargo, después del dinero que brotó a chorros desde la apertura de los canales privados, momento desde el cual por cierto ha cambiado el perfil de las gentes en ese negocio, ahora los actores, salvo pocas excepciones, poquísimas, son peores, aunque por lo general de una extracción social un poco superior que antes, el discurso chauvinista había cambiado de tono. Ya no eran lamentos. Se venía oyendo un poco modesto pavoneo, autoreconociéndose como mejores talentos desde una supuesta e ilusa posición de liderazgo regional.

A propósito del tratado de comercio que Colombia negocia con los Estados Unidos, hemos venido viendo un comercial de televisión en que varios actores colombianos, en defensa de lo que ellos denominan “identidad cultural”, repelen un enorme bloque, llamado TLC, que amenaza con aplastarlos. ¿Por quién se creerán legitimados los promotores de la peor televisión, digamos más bien una de las peores para no extremar, y única al principio, que hemos visto desde que tenemos razón para autoproclamarse defensores de lo que han socavado sistemáticamente? Protestan ante la perspectiva de una rebaja en el mínimo
obligatorio de la mediocre programación nacional, aunque el trasfondo de la causa es sin lugar a dudas mercantil, no cultural, porque en honor a la verdad no están dispuesto a poner en riesgo su bolsillo, tan bien remunerado a cambio de tan poco virtuosismo.

No se si al lector, pero a mí se me antoja que es un acto de auténtico cinismo el tal comercial a que me refiero, y en general todo el verbo que escandalosamente han dedicado al asunto, pues evidentemente la protesta debería ser a la inversa. Todavía más cínica es la participación de, entre otros, nada menos que los señores Miguel Varoni, “líder” o al menos vocero de la causa, César Mora y Luis Eduardo Arango: ídolos del pueblo colombiano a cambio de haberlo vuelto estúpido.

Hasta hace relativamente poco tiempo, unos diez años, cuando la televisión por cable daba los primeros pasos hacia su masificaciòn, la única opción para el televidente eran canales de origen colombiano, y en el caso de la costa atlántica, hasta 1978, un solo miserable canal, la patética y tenebrosa cadena 1, que con todo y ser la única transmitía unas pocas horas al día, y en blanco y negro, pues la mayor parte del tiempo exhibía una espantoso logo acompañado de la peor música de fondo imaginable.

En el pasado para el televidente colombiano no había escapatoria: el servicio de televisión era estatal y prestado a través de dos cadenas explotadas comercialmente a los favorecidos en las licitaciones, y otra más de corte educativo y cultural subsidiada enteramente por el Estado. Durante esos tantos años, ¡un poco más de 40!, los artistas colombianos simple y llanamente monopolizaron la pantalla, y dicen por ahí que el monopolio es el padre de la ineficiencia.

Semejante disparate, muy digno del país de entonces, engendró por supuesto resultados disparatados: un europeo no podrá creer que Pacheco, el “gordo” Benjumea, Saúl García, Virginia Vallejo, Jorge Barón, Amparo Grisales y un número grande de personajes por el estilo han sido y son estrellas de este país. Para no hablar de lo demás, digamos que, en resumidas cuentas, los resultados fueron sencillamente desastrosos.

Actualmente, después de algunos años de que los canales privados entraron el negocio con el bolsillo lleno de millones para repartir a diestra y siniestra, el resultado no puede ser más deprimente.

Ha cambiado mucho el empaque del producto, ha mejorado, quiero decir. La privatización arrojó buenos frutos resultados en cuanto a ello, pero ¿qué sucedió con el contenido? El contenido es igual o peor que hace unos años, a pesar de que el puñado de hombres del espectáculo de la nueva generación ya no pueda enarbolar la bandera de la falta de apoyo, que valieron tradicionalmente de pretexto a sus pares del pasado para ofrecer resultados tan pobres.

La televisión colombiana está plagada en los mejores horarios, los llamados triple A, de telenovelas de la peor laya y de noticieros amarillos, que camuflan su condición de tales en ese tono bobalicón de presentar las noticias, salvo el fin de semana, cuando al televidente llega un alivio con “Sábados Felices”, verdadera pieza arqueológica en materia de tv, cintas de Bruce Lee o el espacio de un sujeto que absurdamente se hace llamar Pirri. No se imagine lo que sucede en horarios menos estelares.

 
Más allá de la piel
Por Ivan Rubio M.D

Hoy día es frecuente que los pacientes se quejen de sus médicos, pero igual lo es, que estos se quejen de aquellos. Pareciera que en el contexto del sistema actual de seguridad social se estuviera perdiendo la relación médico paciente que en otras épocas no sólo permitía una buena amistad que traspasaba los límites del consultorio, sino que evidenciaba aquella unidad conceptual que llegaba a ser: religiosa, mágica y empírica, en los tiempos de nuestros abuelos1.

Los pacientes aducen que los médicos son fríos y lejanos, que incluso ya no examinan, sólo digitan y miran una pantalla. Los doctores por su lado comentan que como buenos clientes que son ahora, estos son exigentes y agresivos. Tal vez escudados en el hecho (mercantilista) de que siempre tienen la razón. Pues bien, se exponen muchos factores para tal fenómeno, pero nuestra intención esta vez es hurgar más allá de la epidermis. Creemos que hay una razón mucho más profunda que el discurso cotidiano, el paciente de nuestros días no acepta tan fácilmente como en otros tiempos, la enfermedad, mucho menos la mortalidad.

El médico Orlando Mejía Rivera lanza en su ensayo titulado: “La muerte y sus símbolos”, la siguiente hipótesis:


“La concepción que una cultura tenga de la muerte es la que determina, de manera sutil, sus nexos con la vida y el mundo, no al contrario”.

En las culturas arcaicas la enfermedad y la muerte eran consideradas castigo de los dioses, un mal ocasionado por los hechizos de los enemigos, los espíritus de los muertos y los demonios de la noche2. Se practicaba la medicina mágica o pre-técnica, directa descendiente del pensamiento que estructuró el hombre del Paleolítico3. El médico era una especie de sacerdote que actuaba por delegación de los dioses, no se le podía reclamar responsabilidades (¿y cómo?, si los dioses se negaban a perdonar); o bien era una especie de artesano muy bien calificado en la parte empírica de la terapéutica, a estos si se le cobraban indemnizaciones cuando causaban daño a sus enfermos, dependiendo de si era esclavo o noble, podía incluso pagar con su vida. Se cree que el 40% de la población moría antes de los 12 años, y el 50% fallecía antes de lo 20, la expectativa de vida no sobrepasaba los 35 años4, 5. Hoy gracias a los avances de la neurofisiología podemos afirmar que en el cerebro derecho esta el fundamento estructural del pensamiento mítico─mágico, y que no es cuestión de una etapa histórica superada por la humanidad6, 7.

Gracias a la medicina hipocrática, 500 años a.C., se supera conceptualmente la atribución de las enfermedades a causas mágicas o religiosas. Se dividieron las enfermedades en dos grupos: las enfermedades de teckné o susceptibles de ser tratadas y curadas y las enfermedades de ananké o fatales, contra las cuales la medicina nada podía hacer y con las cuales no debía inmiscuirse8. Igualmente los griegos dieron a sus dioses aspectos y atributos humanos. Tanto las actitudes como las reacciones y hasta las pasiones de los dioses griegos eran nítidamente humanas. Y así humanizados, no era lógico que los dioses se ocuparan de los humanos como para producirles las múltiples enfermedades que solían aquejarlos, o por lo menos no en todos los casos, como lo habían creído las gentes hasta entonces9. La muerte era concebida por la medicina griega como un hecho natural, el médico buscaba prevenir y aliviar el dolor y la enfermedad, sin considerar la muerte una enemiga. La medicina romana continuó por la misma línea conceptual, siendo además influida por filósofos estoicos como Séneca y Cicerón, quienes afirmaban que “filosofar era aprender a morir”10, 11. Para algunos médicos romanos incluso la muerte llegó a ser considerada como un estado deseable y mucho más atractivo que la propia vida, a tal punto que llegaron a dominar el arte de los venenos para ayudar a suicidarse a quienes así lo quisieran o a los moribundos.

En la Edad Media muertos los dioses paganos y aún no triunfante Cristo, el hombre estuvo solo en un mundo sin sentido trascendental12. La medicina medieval, influida por la religión judeocristiana, consideró que la muerte era un castigo de Dios y que los médicos nada tenían qué decir o hacer ante este designio divino. Por ello la muerte deja de ser incierta y no genera miedo (la muerte domada). Aparecen las indulgencias y se crea el purgatorio en el siglo XII. Solamente la muerte repentina, que no daba tiempo para el arrepentimiento, producía angustia y horror, pues el que moría de forma súbita podía ser condenado al infierno13.

La medicina del Renacimiento gracias al desarrollo de la anatomía y la fisiología, permitió a los médicos comprender mejor el funcionamiento del cuerpo humano, por lo tanto la muerte vuelve a ser considerada como un hecho natural (la muerte propia), poco a poco se torna autónoma respecto a Dios y al demonio. Montaigne en sus ensayos nos recuerda cuan mortales somos, “toda la sabiduría y razonamientos del mundo se reducen a enseñarnos a no tener miedo de morir”. Y agrega, “Y para que te persuadas de que así es la verdad, pasa revista a tus conocidos y verás cuántos han muerto antes de llegar a tu edad, más de los que la han alcanzado. Y de los que han ennoblecido su vida con la fama, piensa y apuesto a que hallarás muchos más que murieron antes que después de los treinta y cinco años14”. Y cita cómo ejemplo a Jesús y a Alejandro Magno. Otra cita del ensayista: “Tan preparado me encuentro, a Dios gracias, que puedo partir cuando al Señor le plazca, sin que nada me apene”. Es que en tiempos del Renacimiento llegar a los cincuenta años era haber alcanzado por milagro la ancianidad. Se puede dar noticias de tres ancianos (así se autodenominaban) de esa época: Carlos V el emperador, murió a los 58 años; aquel hidalgo de Cervantes, don Alonso Quijano, llegó a la vejez a los 50 años; Juan de Castellanos hizo creer a los historiadores de los siglos posteriores que había comenzado su vida como cronista y poeta muy viejo, a la edad de 45 años15. Eran otros tiempos de gran intensidad y poco sedentarismo, y las circunstancias culturales de entonces les hacían esperar la muerte con naturalidad. Los cementerios eran construidos junto a las iglesias y otros sitios, los más concurridos de la ciudad, para acostumbrar a la población a no asustarse cuando vieran a un hombre muerto. Y un último comentario del padre del ensayo: “Quien enseñase a los hombres a morir les enseñaría a vivir”.

Desde el siglo XVII la muerte se aleja casi por completo del dominio religioso pasa a ser considerada un asunto médico. El influyente filósofo Francés Bacon afirmó que la medicina, además de preservar la salud y curar las enfermedades, debía intentar prolongar la vida. Igualmente por la influencia de la Ilustración y del positivismo, se inicia un gran desarrollo científico y médico, hay grandes progresos en salud pública, en vacunación, control de las epidemias, en el control de las infecciones, en la cirugía y en otras áreas del conocimiento. Ya no es el paciente el que lucha contra la muerte, sino que es el médico quien asume tal batalla16. Es así como la muerte empieza a ser medicalizada. A partir de la revolución industrial los motores entraron en la historia y le pusieron velocidad y producción a todo; nuestro entorno cambio en años lo que no había logrado en siglos. Así pues la tecnocracia se impuso y empezó a imponer su ritmo; las maquinas empezaron a reemplazar a los hombres. La economía de mercado se impuso sobre el estado social. Llegaron los viajes extraterrestres, las cirugías de transplantes, la clonación, la ingeniería genética, las células madres. La expectativa de vida ronda los 80 años. Ya se escuchan cantos de sirenas prometiendo la inmortalidad.

La sociedad contemporánea parece empeñada en impedir que sus hijos se enteren de que existen la enfermedad, la vejez y la muerte. Al menos en Occidente cunde una suerte de religión de la salud, de la juventud, de la belleza y de la vida que contrastan con el carácter cada vez más dañino de la industria, cada vez más mortífero de la ciencia y de la economía. El instrumento principal de este culto es la publicidad, que cotidianamente nos vende una idea del mundo de la cual tienden a estar excluidos todos los elementos negativos, peligrosos o inquietantes de la realidad17. Actualmente en esta sociedad tecnológica se rechaza la muerte y su duelo; ya no hay cementerios, ahora hay jardines de paz, de la eternidad, del recuerdo, etc. Ya no se construyen cementerios en las ciudades, ahora se localizan en las afueras; ya no se les dicen velorios, ahora se denominan: solución o protección exequial; ya no se llaman salas para velar muertos, sino Capilla de la Ascensión. El cortejo funerario no marcha lento sino a una velocidad tal que evite el sufrimiento de los deudos. Y entre más alto sea el nivel sociocultural de la familia del muerto, más se evidencia lo anterior y mayor es la prohibición de expresar en público alguna señal de angustia o descontrol personal. Y por último, al dejar de considerarse la muerte como un proceso natural, cualquier muerto en manos de los médicos debe ser la consecuencia de un error, ya sea porque no se hizo el diagnostico acertado, no se aplicó la terapia adecuada o no se efectuó la cirugía precisa. Siempre se debe buscar un culpable. Fallan los médicos, no la medicina, pues la tecnocracia es infalible18. Después de reflexionar sobre todo lo anteriormente expuesto considero posible que las causas de la mala relación médico paciente, se encuentran más allá de la piel.


Bibliografía:

1, 4,6. MEJÍA Rivera Orlando; DE LA PREHISTORIA A LA MEDICINA EGIPCIA. Manizales: Universidad de Caldas. Centro de Investigaciones y Desarrollo Científico. 1999. Págs.: 191, 135, 164.
2, 8, 10, 13, 16,18. MEJÍA Rivera Orlando; La muerte y sus símbolos. Medellín: Editorial Universidad de Antioquia. Págs.: 3, 34, XXXII, 7, 10, 62.
3, 9. MENDOZA Vega Juan; LECCIONES DE HISTORIA DE LA MEDICINA. Bogotá: Universidad del Rosario. Centro Editorial. Págs.: 22, 29.
5, 7. LA EPOPEYA DE LA MEDICINA. Publicación periódica de MD EN ESPAÑOL. Feb. 64, Pág.: 36, 43.
11, 14. MONTAIGNE de Miguel; ENSAYOS. Buenos Aires: Editorial Jackson. 1950. Págs.: 31, 33.
12, 17. OSPINA William; ES TARDE PARA EL HOMBRE. Grupo Editorial Norma. Págs.: 77, 57.
15. OSPINA William; La Herida en la piel de la diosa. Bogotá: Editora Aguilar. Págs.: 160,161
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De la caneca al "blog"


 
Las intermitencias de la muerte: José Saramago y la vida inmóvil


Por Moisés Elías Fuentes

...una sociedad dividida entre laesperanza
de vivir siempre y el temor de no morir nunca...

Algunos críticos se han referido a la narrativa de José Saramago (Portugal, 1922) en términos de narrativa del absurdo, partiendo del hecho de que la base temática fundamental del portugués es la recreación de situaciones imposibles, sean las epidemias inexplicables de Ensayo sobre la ceguera y Ensayo sobre la lucidez , o las reescrituras históricas subversivas propuestas en Historia del cerco de Lisboa o El evangelio según Jesucristo . Efectivamente en dichas obras –en todos los discursos narrativos de Saramago, hay que apuntar- la base es una premisa absurda, lo que no significa sin embargo que lo absurdo de la situaciones planteadas sea el leit motiv de la trama, sino que lo absurdo germina de las resoluciones para resistirlas.

Llamar absurdo a Saramago es de algún modo simplificarlo, exiliarlo de la realidad real, pero también pretender enlazarlo forzadamente con la literatura de Franz Kafka, Eugene Ionesco o Samuel Beckett, que por otra parte sólo era absurda en cuanto que los discursos que planteaban, tomados tal cual, no se verificarían nunca en el mundo palpable. Sin embargo, su trasfondo sí es verificable y aun pareciera dominar y arrastrar la historia de todos los días. Desde esta perspectiva la literatura del absurdo atestigua y registra el tránsito humano hacia la aceptación enajenada de períodos sociales en que el individuo pierde personalidad, criterio o siquiera presencia física, y en que todo se subyuga a los designios de una entidad de poder no menos enajenada e impersonal, llámese Estado, Capitalismo o Proletariado.

Si hay un vínculo entre el curtido autor portugués y los autores de lo absurdo, se da en la cotidianización de lo absurdo, que ocurre en la medida en que aprendo a crecer –a creer que crezco-, desarrollarme y morir dentro de un contexto que me niega y me masifica pero que –refinamiento de crueldad-, le teme a mi individualidad. Si me encuentro ante la ley ésta diseña una
puerta exclusivamente destinada a cerrárseme; si imparto clases me alzo contra el poder erótico –que desestabiliza al mío, que es represor y político- a través de la violencia y el asesinato-; si aguardo mi final, invento a un alguien superior y único en que alternadamente enmascaro y develo mis anhelos frustrados; si secretamente deseo la vida eterna, recibo una vida inmóvil, un deterioro sempiterno.

La inmovilidad de la vida en ausencia de la muerte, tal es el tema de Las intermitencias de la muerte (Traducción de Pilar del Río. Editorial Alfaguara. México, 2005. 274 pp.), y en tal sentido es de hecho una novela del absurdo. Sin embargo, si Saramago no es un escritor en la vena de un Kafka o un Ionesco, esto deviene del acendrado logicismo –uno que se permite el cinismo, el retorcimiento, pero que no pierde el norte racionalista del que proviene- que signa la obra literaria del portugués, para bien y para mal. Las intermitencas de la muerte podría bien llamarse Ensayo sobre la muerte –la parentela con el díptico de los Ensayos es notoria-, de no ser porque aquí la fluidez narrativa deriva en situaciones cómicas, incluso de risa loca en la tradición de los cómicos del cine mudo –sobre todo un Buster Keaton o un Harold Lloyd-. Seres anónimos, colectivos y sin rasgos precisos, los personajes de la novela son oscuramente reconocibles por las actitudes y posturas que toman ante la ausencia y la intermitencia de la muerte, esa que un día decide dejar de matar para demostrar su importancia para la vida humana, pero que después vuelve con una lectura nueva, racionalista e inapelable, de su poder
Si la ausencia de la muerte, que ocupa la primera mitad de la novela, no implica la vida eterna, sino la degradación natural del cuerpo derivada en una agonía perpetua, el retorno súbito de la muerte no implica la recuperación del equilibrio perdido, sino la emergencia de una nueva conciencia sobre la finitud y la univocidad de la vida, conciencia donde la vida y la muerte son lo único estable, absoluto, cierto, para que exista todo lo otro.

“[...] las palabras, si no lo sabe, se mueven mucho, cambian de un día a otro, son inestables como sombras, sombras ellas mismas...” reflexiona la muerte, la breve muerte en minúsculas de todos los días que hace vital a la vida. Porque Las intermitencias de la muerte es entre otras cosas una larga reflexión sobre la vida y sobre la necesidad de la finitud para saber vivir, y sobre la necesidad de saber morir. Pero también sobre la necesidad de saber reír para arrancarnos el miedo a la vida y a la muerte. Porque si las palabras “son inestables como sombras”, al menos nos regalan la oportunidad de expresarnos a través de las preciosas imprecisiones del lenguaje, y una de esas imprecisiones es el humor, ingenuo o irónico, de vera o burla. Es aquí, con el humor, donde la novela obtiene los mejores momentos, plenos de agilidad y una alegría tenaz a pesar del miedo.

Divertimento descarado dentro de la obra de Saramago, Las intermitencias de la muerte se desata de las amarras introspectivas interrumpen la soltura de otros textos del veterano novelista – Balsa de piedra, La caverna , pongo por casos-. En esta novela se advierte a un escritor capaz en verdad de divertirse.

Sin embargo, si Las intermitencias de la muerte gana en soltura y humor, pierde en solidez y brillantez. Con todo y su lograda factura, la novela no esconde las costuras de una escritura a ratos apresurada, rellena de pasajes de retórica farragosa o que se pierde en disquisiciones autocomplacientes que desequilibran el discurso general. Por curioso que resulte en la obra de un autor que ha abordado con singular acierto a la muerte –pienso en Memorial del convento o en El año de la muerte de Ricardo Reis -, en Las intermitencias de la muerte el personaje colectivo tan caro a Saramago desperdiga a la propia muerte, la vuelve inasible, y aun cuando la muerte surge y ofrece su discurso personal y se devela un ser en sí misma, presa en la paradoja de que para existir requiere la vida de los otros, pues sin vida se muere la muerte, no adquiere la concreción como personaje, y se estanca en la irresolución del tipo.

Con todo, si algo distingue a un escritor con oficio y beneficio es la habilidad creativa para desenvolverse aun en ámbitos adversos, porque si en Las intermitencias de la muerte emergen las inconsistencias de Saramago, también emergen sus luces y recursos, y nos deja la sensación de una lectura acaso incompleta pero no por ello menos satisfactoria, de un divertimento menor pero inteligente y denodado.

Tomado de la revista electrònica Caràtula.


domingo, enero 22, 2006
 
"El dinero, el ùnico demonio que se convirtiò en dios".
Anònimo

 
Entre dos argentinos




"Està bien. Pero siguiendo con lo que decìa, hay algo que no certifica el sentimentalismo barato del tango, y es el bandoneòn. Fue un instrumento inventado por un tal Band, en Alemania, una especie de òrgano portàtil, para celebrar servicios luteranos en la calle. Es dramàtico y profundo, a diferencia del sentimentalismo fàcil y pintoresco del acordeòn, su hermano tarambana y superficial. ¡Què raro! en Alemania fracasò, y tuvo que encontrar su destino en el otro rincòn del mundo, traìdo por algùn marinero de Hamburgo. Sòlo este instrumento podìa servir para cantar a la muerte y la soledad. Es un instrumento de resonancia metafìsica".

Ernesto Sábato en "Diálogos Borges Sábato" (Emecé)


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