La Cuestión se origina en Barranquilla, Caribe colombiano
domingo, septiembre 02, 2018
Recuerdo futbolero de 1986
Por Andrés Rosales U.
Por estos días en que se disputa el Mundial de Rusia, he recordado la única vez que vi jugar a Diego Armando Maradona, cuando se inauguró un estadio en mi ciudad.
Fue en 1986. Como diría García Marquez, época irreal en la que todo el mundo tenía veinte años. Era yo adolescente y en el mes de mayo de ese año se inauguró el Estadio Metropolitano. Un estadio para 75.000 personas, una monstruosidad para la pequeña Barranquilla de entonces. Para celebrar la inauguración, se jugó un torneo entre el equipo local, el Junior de Barranquilla, y tres selecciones que habían clasificado al Mundial de Méjico 1986: Argentina, Uruguay y Dinamarca.
Vinieron Maradona y toda la patota con la que Argentina fue campeón mundial dos meses después en Méjico. Vino Francescoli, y los daneses, célebres en ese mundial por golear a la selección uruguaya.
Por unos 50 años había prestado sus servicios a la ciudad un pequeño estadio, el Romelio Martínez, que no llegaba a albergar 30.000 espectadores. Precario en todo sentido, era sin embargo, dadas sus peculiaridades, un fortín casi inexpugnable del equipo Junior. Los aficionados se agolpaban en las gradas sentados y de pie a pocos metros del campo, separado de las tribunas por débiles mallas de alambre. Todo ello generaba una atmósfera intimidante que amedrentaba a los rivales, a los cuales el Junior pocas veces cedía puntos en casa.
Cuando el Metropolitano era apenas un proyecto, un jugador del Independiente Santa Fe, de apellido Pachón, viendo el diseño y tamaño del estadio en una maqueta, vaticinó certeramente que allí el reinado del Junior como equipo local llegaría a su fin. Las tribunas y el campo de juego están separados por una ancha pista atlética y un espacio hueco de altura considerable que hace casi imposible una invasión del campo por hinchas enfurecidos. Los resultados para el equipo Junior en ese primer torneo, dos empates y una derrota, corroboraron el vaticinio de Pachón.
Para una ciudad cuya única diversión importante eran los partidos de su equipo de fútbol, la inauguración de un estadio de esa magnitud fue un verdadero acontecimiento. Alentado por la novedad, mi padre, que sin ser indiferente al fútbol no era hombre de asistir a estadios, se hizo, conjuntamente con algunos amigos, a un palco cuya propiedad se prolongaría por los siguientes 20 años.
Muchas expectativas rodearon la adquisición, porque según se nos dijo, sería muy lujoso y confortable. Como el de cualquier estadio del primer mundo. Tendría aire acondicionado, cocina integral y parqueadero propio que permitiría a sus propietarios llegar a él directamente en automóvil.
Llegado el gran día de la inauguración, celebrada con un encuentro entre el Junior y la selección uruguaya, la desilusión fue mayúscula. Aquel palco resultó ser en realidad una cosa bastante común y corriente. Un sitio al aire libre al que cualquiera podía colarse desde las tribunas (de hecho, siempre que decidimos usarlo, al llegar, indefectiblemente encontrábamos intrusos usurpándolo). Eran seis sillas de madera con espaldar empotradas en la grada. Había un espacio adicional para otras tres sillas plegables (ese primer día asustamos a medio estadio con el estruendo de una de ellas, que terminó hecha trizas bajo los escasos 60 kilos que debía pesar uno de mis hermanos por aquellas calendas). Justo detrás de las sillas, había un pequeño habitáculo en el que el aire acondicionado brillaba por su ausencia y cuya aparente única función era la de albergar un lavaplatos de una finalidad incierta y desconocida para mi hasta el día de hoy pues desde entonces he creído que ese cuartico solo podía servir para poner a buen recaudo las sillas plegables siempre a punto de desbaratarse. Por supuesto que era totalmente falso que un automóvil pudiera subir hasta el palco, al que llegamos recorriendo el mismo camino que los demás, soportando empujones y codazos mezclados entre la muchedumbre. La guinda era que, por su ubicación, en la parte alta del primer piso del estadio, ofrecía una pésima visibilidad, a diferencia de la que disfrutaban los aficionados apostados en la menos privilegiada y más económica tribuna alta de occidental.
Por todo eso, más adelante decidí que lo mejor era no usar más el tal palco, sino subir a occidental alta, la verdadera tribuna privilegiada.
Volví pocas veces al estadio y después de un partido en 1993 entre Colombia y Paraguay por eliminatorias (0-0, penalti errado por Asprilla), no lo pisé por veinte años hasta 2013, cuando asistí a un encuentro entre los mismos equipos (2-0).
Ahora caigo en cuenta de que aquella última vez no fui lo suficientemente curioso como para acercarme a aquel sitio que algún día fue nuestro, para recordar aquellos días o al menos para comprobar si aun existía.
Junio 17 de 2018