lacuestión

Archivo: mayo 2005 julio 2005 septiembre 2005 diciembre 2005 enero 2006 marzo 2006 mayo 2006 junio 2006 julio 2006 septiembre 2006 abril 2007 mayo 2007 agosto 2007 noviembre 2007 abril 2008 diciembre 2009 julio 2010 octubre 2010 marzo 2011 febrero 2013 mayo 2017 septiembre 2018 Free Web Counter visitas la blogoteca
La Cuestión se origina en Barranquilla, Caribe colombiano
sábado, julio 22, 2006
 
Por Iván Rubio, M.D.
TANTO ASPAVIENTO



Al entrar por la puerta de atrás del hospital, de lejos se apreciaban los cadáveres envueltos en sábanas casi transparentes, desgastadas y desgarradas por el uso y el abuso. Todas las mortajas eran iguales, pero a los de mejor posición social los envolvían en otra más nueva antes de llevárselos. Sobre los cuerpos ya fríos, sus deudos lloraban con discreción mientras estaban solos, pero reaccionaban incluso con alaridos según la compañía: a más parientes o acompañantes, más llanto.

El corredor que servía de morgue estaba enchapado con baldosines blancos y al fondo, sobre un estante metálico, se veían múltiples frascos que contenían restos de órganos. Había un olor a formol, no tenía puerta externa y la interna comunicaba con el departamento de Patología, donde había dos o tres camillas desgastadas y despintadas, escuetas, sin colchonetas, que se ocupaban según la mortalidad de la jornada.

Cuando los funcionarios del hospital pasaban frente al portillo no se detenían. Si acaso, lanzaban una mirada de recelo, como reconociendo su impotencia ante la muerte. Tampoco sabían qué expresión adoptar cuando se sentían acosados por miradas empañadas por las lágrimas, algunas agresivas.

Arriba, en el techo, se veían los tubos de diferentes diámetros y colores: el del vapor de las calderas, el de los cables eléctricos, el de las aguas negras y otros quien sabe de qué y para qué. A un costado y en diagonal se encontraba el depósito de las basuras, donde caían por el ducto circular todos los desechos no orgánicos. El ruido seco e intempestivo era permanente y macabro.

Enfrente estaba el parqueadero interno de los directivos y el de las ambulancias viejas. Los carros de aquellos, siempre nuevos. Bordeando el parqueadero y a pocos metros del difunto, se hallaba el incinerador de las placentas y otros biológicos, con sus visitadores más asiduos, las ratas. Se trataba de un horno a gas al que los hombres llegaban empujando la carreta, bajaban las bolsas rojas, abrían la compuerta y las arrojaban en su interior. Luego se percibía el ruido crepitante del flameo y un olor alquitranado; las bolsas verdes las llevaban atrás, donde las recogía diariamente el carro de las basuras. A este estacionamiento arrojaban desde el 5º piso las cajas vacías de los líquidos endovenosos y otros medicamentos utilizados en la unidad renal. Su ruido seco interrumpía al caer el sollozo de la orfandad; también descargaban los alimentos para la cocina y los insumos para el almacén.

De los carros funerarios que ingresaban con gran diligencia, descendían solícitos los amortajadores. Con exagerada impostura, fríos e indiferentes, dos hombres bajaban un estuche grande de cuero marrón con una larga cremallera en el medio; la colocaban en el suelo, la abrían, suspendían el cadáver y lo depositaban en su interior. Aun así, los familiares los miraban con más gratitud a ellos que a los médicos y a las enfermeras. Una vez introducido el cuerpo en el vehículo se frotaban las manos y se dirigían a los parientes con la prepotencia de un cosmetólogo postmorten. Acordaban los retoques y el precio y con desfachatez preguntaban: «¿Cómo desean el maquillaje? »; ofrecían baño general, peinado, engominado, afeitada, etc., para terminar agregando: «Va a quedar como si estuviera dormido». Generalmente, una vez se marchaba el vehículo mortuorio, todos los familiares se tranquilizaban y se disgregaban silenciosos.

Rodríguez siempre pensó en lo irónico de la frase “Se entra por delante y se sale por detrás”. A la entrada, entre jardines con árboles frondosos y plantas florecidas, casi siempre había una fila de vehículos de los que descendían pacientes y acompañantes. Una romería de médicos, estudiantes, enfermeras, pacientes, parientes y otros más, entraban y salían por la ancha puerta de vidrio. Por detrás, basura y cosas indeseables, escasas personas, todo cubierto de cemento.

Al principio la muerte produce caras de incredulidad, luego de reflexión e inutilidad, gestos de nostalgia, más tarde un desaliento y una soledad absoluta. Y el dolor profundo y sordo que invade el pecho y asciende por la garganta como si buscara salida para explotar en un llanto lacerante. Los ajenos evitan a los deudos; algunos acompañan incómodos, solo por cumplir, sin saber qué decir o cómo comportarse.

Reflexionando sobre todo aquello, Rodríguez se dirigió a la emergencia para iniciar su turno.

Por mucha compañía que haya en esos momentos realmente el dolor no se puede compartir; la carga es única y personal, siempre está presente la expectativa de una solitud dolorosa y de una ausencia irremediable una vez se le da sepultura al muerto. Definitivamente, tenemos la vida prestada.

Comments: Publicar un comentario

<< Home

Powered by Blogger