lacuestión

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La Cuestión se origina en Barranquilla, Caribe colombiano
sábado, diciembre 03, 2005
 
Cuento
FUGA DE CEREBROS

Por Iván Rubio

Cuando supo la noticia un latigazo helado, urente recorrió todo su cuerpo, sintió una presión súbita en su cabeza, como un estallido que buscando salida por sus oídos calentaba sus orejas. Y recordó cuan mortal era. Su madre resignada se lo comunicó y ella en la más absoluta inutilidad escuchó paralizada. Pensó volver inmediatamente.

Si te vienes no te puedes regresar recordó su madre. ¡Estamos contando sólo con la ayuda de ustedes! Concluyó.

¿Y que le han dicho los médicos Mamá?

Tienen que operar, tu Papá tiene un tumor en el pulmón.

¿Cómo está él?

Él se ve muy delgado, se cansa muy fácilmente. No se queja, tu sabes cómo es, nunca se ha quejado, se levanta, se arregla, se sienta en su mecedor y, o lee o se pone a mirar lejos, desde que ustedes se fueron ya nosotros no importamos, solo queremos que ustedes estén bien. No se vengan, no pueden perder todo lo que han logrado, no, hasta que no tengan los papeles. Acá no hay oportunidades, recuerden que cuando se fueron ya lo habían intentado todo. Todo se perdió.

«Yo no creo que aguante la cirugía».

Se quedó con el teléfono en las manos, abandonada en el sofá, en medio del cuarto que servía de posada atestado de muebles, camas y pertenencias escasas. Sólo respiraba, sin parpadear, apretaba sus labios, impávida, como pasmada. Quería renunciar a todo, salir corriendo. No supo cuanto tiempo estuvo así, solo el hormigueo de los pies y de las manos por la inmovilidad, le hizo volver a la realidad. Pero igual seguía siendo implacable. Se sintió inválida, a tal punto que no se sintió capaz siquiera de hablar con su padre, pensó en él como si ya fuera un fantasma.

Al abrir el libro que tomó, leyó la dedicatoria: “A mis Padres”. Recordó aquellas palabras. “¡No creo que nos volvamos a ver!”. Su mirada se perdió en un vacío espeso, sus pensamientos se volvían ahora estériles, su impotencia aumentaba, la que da la pobreza y la distancia, la del abandono total. El ritmo de los acontecimientos no dependía de ella; estaba en otro país, con esa permanente sensación de inconciencia aun estando despierta, como en un estado de superficialidad permanente; deseando volver sin poder. No podía olvidar aquella frase, así había sido la despedida, con la sinceridad propia de los ancianos cuando los años pesan y todo pesa y solo quedan los recuerdos, cuando incluso hasta su voluntad es ajena, para todo dependen de los demás.

Se había marchado con equipaje ligero y poco dinero, ni siquiera lo mínimo requerido para los turistas. Ya había corrido todos los riesgos, desbarató todos sus planes a los cuarenta años. No había vuelto a saber nada de su esposo, la abandonó con una indolencia desesperante, propia del macho falocrático. Pero fue aquella amenaza inminente la que aceleró su decisión. Luego siguieron las hermanas, una a una se marcharon.

Los recuerdos incisivos persistían todo el tiempo. La noche interminable que pasó en vela escondida entre los matorrales, soportando en silencio e impávida un diluvio de mosquitos, y el concierto trepanante de las cigarras, el sudor aceitoso y húmedo en medio del bosque caluroso del trópico, mientras contaba los segundos y minutos que la separaban de la salvación. Sus hijos, su madre, su padre; luego lo demás y los demás. Su rostro languideció más aun al recordar: “La patria son los recuerdos de la infancia”, sus ojos renunciaron a las paginas del libro que intentaba leer, no definía ninguna imagen en su retina, los recuerdos alargados al máximo y esa nostalgia punzante que solo morigeraban sus lagrimas, la acompañaban ahora.

Hacía ya ocho años no veía a sus hijos, desde que el mayor tenía cinco años y el menor tan solo dos; la última vez que vio a su madre, andaba en los sesenta años, aun era una mujer vital; su padre setenta, su caminar era ya lento y corto, con sus manos temblorosas; con sus días contados, simples y rutinarios, interrumpidos solo por la relectura de su biblioteca polvorienta.
Cerró el libro renunciando a la lectura, lo tomó entre sus manos acercándolo a sus labios con un gesto de oración, mientras cerraba sus ojos y soplaba tratando de repartir su impaciencia entre sus hojas. Al cabo de un momento se vio contemplando el océano, con una inercia que se confundía con pasividad, pero realmente, era una actitud de interpretación y justificación permanente, buscando puntos de coincidencia con sus raíces, con los suyos, escrutando similitudes para hacer menos doloroso su destierro voluntario. Pensó: definitivamente... uno es uno, lo demás es lo demás y los otros son los otros.

― Tienes que tener fe mi amor, estoy trabajando mucho para poder enviarles a ustedes, si todo sigue bien algún día me salen los papeles y tu ya podrás venir ―. Solía decirle con frecuencia al hijo mayor, que recibía su llamada semanal desde los cinco años. Y soñaba y soñaba con el tan anunciado rencuentro. El menor que aun no pensaba en esas cosas, se distraía en otras ― afortunadamente para ella ― puerilidades que ocupaban sus ratos libres, por tanto no reclamaba su presencia.

Trabajaba hasta el agotamiento, sin mayores pretensiones (incluso económicas, o sí o sí) y cada día con menor vanidad personal, esta ya no importaba, mucho menos la ropería. Trabajaba humilde y calladamente, con deberes y sin derechos en un país que nunca sería el de ella pues lo que sus células añoraban, había quedado con todos los suyos. El olor del trópico, los colores y sabores alborotados y efervescentes de la vianda casera, con la dedicación y sazón de la abuela.
Sus estudios universitarios, sus postgrados también quedaron atrás, así lo decidió el día que se enteró ― afortunadamente horas después ― que unos uniformados armados habían ido a buscarla, preguntaron por ella, dijeron que volverían. En ese momento entendió que ese sería su último empleo, ante tal amenaza renunció a su profesión; la universidad donde dictaba clase tampoco la amarraba, en cinco años no le habían firmado un contrato, le cancelaban las horas a lo que quería y cuando quería el decano de la facultad de veterinaria; esa noche quiso devolverse pero estaba a dos horas montaña adentro de la carretera y hasta el día siguiente no habría transporte; tenía que matarse trabajando en lo que fuera, ahora lejos de su país donde ya no había seguridad ni tranquilidad, tampoco empleo, ni para los que habían estudiado; el trato especial que se había ganado de los demás, no era importante ahora, ya no le llamaban “Doctora”, ahora lo hacían por su nombre, ordenándole oficios menores que nunca se imagino realizaría, atrás quedaron sus ordenes, toda la vida las dio, ahora las recibía.

Supervivencia, era simple y llana supervivencia, y los suyos, también seguían dependiendo de ella. Pero ahora al otro lado del océano, sin poder verlos crecer o envejecer, sin poder tocarlos ni disfrutarlos. Entonces recordaba su hogar, sus padres, sus comodidades y aunque todo le parecía increíble, así era, cruel, lo estaba viviendo con una resignación de ave migratoria. Solo podía respirar profundamente, elevar su mirada, morder sus labios y resignarse, era una carrera contra el tiempo y contra el futuro de los hijos y padres. Y aquella frase sincera y dolorosa: “¡No creo que nos volvamos a ver!”. Aumentaba su impotencia.

Era una mujer fuerte pero sensible; de cuerpo frágil pero determinante en sus decisiones; sus rasgos la distinguían, era el resultado de las mezclas culturales, en un país donde se hervía el caldo del mestizaje, ello se evidenciaba no solo en lo físico, también en lo conceptual, como muchos de su tierra buscaba y buscaba, exploraba sus raíces, tratando de encontrar explicaciones del porqué las convulsiones y revoluciones permanentes de todo un continente.
Cuando teorizaba sobre las causas de su subdesarrollo, encontraba algo de alivio. “¡Definitivamente nos falta disciplina!”. Pensaba. Le desesperaba que fuera el desorden (y la corrupción), según ella, la causa de tanto dolor. En apariencia dominaba la situación, pero en su soledad desesperante rumiaba su condición, siempre extrañando su identidad, las lagrimas ahí, dispuestas a brotar con el menor recuerdo, un sonido, una expresión, una noticia, una canción, un olor, cualquier evento intempestivo desencadenaba su nostalgia, como un nudo gaseoso en la garganta, aplazando su felicidad y la de los suyos, con una resignación eterna, con un positivismo clerical.

En ocasiones percibía que dos personas habitaban en ella, la de ahora, solitaria y callada, la obrera resignada, la que jamás enfermaba ― los inmigrantes no pueden enfermar ─, la de los sueños ajenos, la de la familia aplazada. Y la otra ― la de las añoranzas ― la alegre, la vanidosa, la orgullosa, la dueña de sus pasos, la de los paseos con la familia, la que jugaba y soñaba, la que había estudiado. Esa solo la visitaba cuando compartía momentos intensos con paisanos desarraigados, desterrados por la misma suerte. Ese puente permanente con nuestro pasado, la nostalgia.

“¡No creo que nos volvamos a ver!”.

Por primera vez llegó a pensar que tal vez no había sido una despedida sino un reclamo.

― ¡Sara! ¡Come here!

Acudió al llamado inmediatamente. El anciano déspota le hizo señas para que lo atendiera. Se colocó al lado derecho de él, lo tomo por las caderas y el homoplato, lo ladeo como pudo, era grande y pesado ─ como su amargura ─, tomó su rodilla izquierda, la flexionó cruzándola sobre la derecha, colocó entre estas un cojín, acomodó una almohada en su espalda, separó el velcro de su desechable y lo retiró disimulando su desagrado, mientras lo retiraba recogió todo el excremento que pudo envolviéndolo con el papel absorbente, una vez lo arrojó a la caneca de la basura, se volvió al lado izquierdo y con toallitas húmedas terminó de asear los genitales y los glúteos atróficos y aplanados del viejo, con algunos pliegues provocados por el sobre camas; inmediatamente tomó la crema humectante, la aplicó con rapidez sobre toda el área perianal, extendiéndola a la cintura y espalda, así como a ambos muslos y piernas, mientras masajeaba los tejidos blancos y pastosos de aquel hombre que la había contratado para que le limpiara la mierda, se sintió más que nunca como una mierda.

Doce horas diarias. ¿Los esclavos del siglo XXI? No, ahora les llamaban desplazados. La globalización es sólo para los negocios, no para las personas.


Comments:
En una sola historia se condensan varias vidas, situaciones diferentes algunas de ellas experimentadas por esos "cerebros fugados". A los lectores de la historia ojalá les llegue como a mi, como un homenaje a todos aquellos que han tenido que abandonar su vida por continuar sobreviviendo. Gracias al autor
 
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